viernes. 26.04.2024

¿PARA QUÉ SIRVE UNA TORRE A LA QUE NO SE PUEDE SUBIR?

Umm-ar-Rasas, en Jordania, es hoy un informe masa de ruinas, apenas excavadas, de lo que fue una ciudad enorme, luego abandonada y destruida por los terremotos, y que había crecido en torno a un campamento romano para proteger las remotas fronteras imperiales de la Limes Arabicus.

VISTA PARCIAL DE LAS RUINAS DE UMM-AR-RASAS. O.L.Vista parcial de las ruinas de Umm-ar-Rasas | Foto:  O.L.

Aunque las visitas turísticas se centran en los mosaicos de un par de iglesias, apenas a dos kilómetros de las ruinas se encuentra una torre rematada en un pequeño habitáculo, al que no se podía acceder, lo que descarta un propósito defensivo ¿Para qué servía la torre si no se podía subir a ella?

 

CELEBRITIES DEL SIGLO V

Para responder a esta pregunta, tenemos que sumergirnos en la mentalidad de los cristianos del siglo V en Oriente Medio. Un mundo realmente más exótico que un paseo por Marte, en el que la religiosidad nos podría parecer tan intensa y asfixiante como para ellos serían nuestros incesantes cambios tecnológicos o la ansiedad por la satisfacción inmediata que da el vivir solo en la superficie de nosotros mismos. 

El glamur de nuestras estrellas de rock o de cine sería equivalente al aura de santidad de los anacoretas, de quienes se decía que obraban milagros y, sobre todo, aportaban algún sentido a la cortedad y dureza de la vida. Los monjes, obsesionados por vencer los deseos y las pasiones como camino hacia su realización espiritual, añadían a la soledad, el ayuno y la privación de sueño, toda clase de torturas físicas que les hacían ser vistos como superhombres.

Los llamados ramoneadores, dormían en oquedades, no admitían alimentos humanos y andaban a cuatro patas, nutriéndose de hierbas

Así, los llamados ramoneadores, dormían en oquedades, no admitían alimentos humanos y andaban a cuatro patas, nutriéndose de hierbas sin utilizar nunca las manos. Otros, vivían amarrados en la copa de un árbol muy alto, y cuando caían se quedaban colgados, en espera de que algún lugareño les ayudase a recuperar su posición. También estaban los que se encerraban en jaulas o en cavidades en las que apenas podían moverse, o se encadenaban la cabeza doblada sobre el pecho para sufrir el suplicio de mantenerse encorvados durante años. Y, lo más curioso, es que no eran necesariamente gente cerril: entre ellos se encontraban algunos de los mejores intelectuales de la época, así como futuros miembros de la alta jerarquía de la iglesia ¿No podemos entenderlo? Quizá no sea tan difícil.

LA METAMORFOSIS DEL DOLOR

Tuve la oportunidad de asistir a una conferencia de Michel, un himalayista francés de esos que aparecen a veces en los medios tras alcanzar objetivos tan absurdos como admirables. Michel no pertenece a la élite de figuras mediáticas que todo el mundo conoce, pero ha compartido aventuras con casi todas ellas y, sobre todo, la misma pasión. Como si su presencia nos contagiase de su voluntad sobrehumana y de la mística de las montañas, todos nos apiñamos en la sala para escucharle con devoción. Cuando llegó el turno de preguntas, me atreví a hacerle dos. La primera fue cómo podía soportar el intenso sufrimiento de sus desafíos.

“El sufrimiento físico solo es relevante al principio”, dijo. “Luego, aunque no desaparece, queda en segundo plano, porque la experiencia es de una intensidad tal, que los problemas insalvables, la probabilidad de la muerte, todo lo que soy yo, se diluye en la pared en la que escalo, y en el paisaje majestuoso que me rodea. Y es una plenitud sin límites. Y ya nada importa.”

LA SANTIDAD COMO NÚMERO DE CIRCO

Simeón era un joven pastor cuando ingresó en un monasterio, en la actual Siria. Las mortificaciones a las que se sometía eran tan duras que, sus compañeros, escandalizados, lo expulsaron. Entonces, se encadenó a la cima de una montaña y, a cielo abierto, vivió hasta que su fama atrajo a tantos peregrinos, que obstaculizaban sus prácticas. Así que construyó una base sobre una vieja columna, y se fue a vivir allí. 

San Simeón solo descendió dos veces en los 36 años que le quedaban de vida, y fue para subir a otras tantas columnas, cada vez más altas. Sus acólitos le procuraban agua y alimentos por medio de cuerdas, y él vivía a la intemperie, lo que le produjo llagas en las piernas, cuyos gusanos hacía subir de nuevo cuando caían hasta el suelo, para recolocarlos en sus heridas. Era un espectáculo verle todo un día inmóvil, con los brazos en cruz, o realizando interminables prosternaciones. Un testigo de la época relata que intentó contarlas, y cuando llegó al 1.244, cansado, abandonó la cuenta.

LA BASE Y RESTOS DE LA COLUMNA DE SIMEON, EN SIRIA, RODEADOS DE LAS RUINAS DE LA IGLESIA CONSTRUIDA EN TORNO A ELLA. WikipediaLa base y los restos de la columna de Simeón, en Siria, rodeados de las ruinas de la iglesia construida en torno a ella | Foto: Wikipedia

Alrededor de la columna se apiñaba una masa incontable de peregrinos, venidos de todas partes del mundo antiguo para observar el prodigio. Algunas tardes, Simeón permitía que apoyasen una escalera en su columna para escuchar y orientar a los que subían. También se carteaba con el alto clero y era consejero habitual de los reyes. 

Cuando, un día del año 459, Simeón empezaba a agonizar, la multitud se agitó de tal manera que fue necesario enviar desde Antioquía una guardia de 600 soldados, para protegerlo y evitar que los devotos lo hiciesen pedazos con la intención de llevarse partes de su cuerpo como reliquia.

                                    Restos de la columna de Simeón el joven, en Antioquía, un siglo posterior al primer Estilita | Foto: Wikipedia

LAS NUEVAS RELIGIONES ATEAS

“No podría vivir sin las montañas” respondió Michel, el himalayista, cuando le hice mi segunda pregunta. “Vivir aquí me parece una farsa, un mal sueño y, apenas llego a casa, estoy preparando mi próxima expedición. Asumo que mi vida será corta, pero solo estar allí es vivir de verdad. Soy agnóstico, y para responder a su pregunta, efectivamente, si las montañas tuviesen un espíritu, esa sería mi religión".

UN FALO DE 52 METROS

La genial ocurrencia de Simeón de vivir sobre una columna, o estilitismo, –que parece provenir de una costumbre pagana siria, en la que un devoto trepaba y vivía una semana en la cúspide de un falo de piedra de 52 metros, para propiciar a la diosa Atargatis–,  prendió como la pólvora y, aún en vida del santo, cientos de monjes lo imitaron. Por todo Oriente Medio, la tradición estilita se mantuvo hasta bien entrado el siglo XV. Incluso hubo monasterios de estilitas, alguno con hasta cien columnas, encabezados por un prior, que organizaba y regía la vida de la comunidad desde la suya, poniendo a veces orden, según describen las crónicas, en las agrias disputas teológicas de la época, en las que algunos monjes se enzarzaban entre sí desde sus respectivas columnas.

De modo que la torre inaccesible de Umm-ar-Rasas era la columna de un estilita, en este caso de forma cuadrada, pero probablemente, la única bien conservada en el mundo. La columna era un referente de primer orden de la ciudad, como lo prueba el que figurase representada en los mosaicos de sus iglesias. Resulta evidente que, disponer de un estilita, dotaba a Umm-ar-Rasas de un brillo espiritual que la situaba en una posición preferente ante otras ciudades cercanas de cara a ganar mayor afluencia de peregrinos, el lucrativo turismo de la época. 

LA COLUMNA DE UMM-AR-RASAS, REPRESENTADA EN LOS MOSAICOS DE UNA DE LAS IGLESIAS. O.L.La columna de Umm-ar-Rasas, representada en los mosaicos de una de las iglesias | Foto: O.L

LA VERDADERA INCÓGNITA

Si algo podemos sacar en claro de todo esto, es la complejidad del fenómeno humano. La nueva neurología, que reduce nuestra mente a una estación de cableado, gestionada a través de señales eléctricas y químicas, explicará sin duda cómo el placer se transmuta en dolor y viceversa. Pero, si lo que somos es el resultado de la adaptación al medio, nadie puede explicar por qué la Naturaleza, que tan limitadas satisfacciones nos da por nuestros esfuerzos, nos ha legado esa puerta trasera, que conduce a una inmensa felicidad, eludiendo precisamente la búsqueda del placer, la lucha y la competencia, que son las reglas  que la misma naturaleza ha establecido como los mecanismos para evolucionar y sobrevivir. 

RAZONES DELIRANTES Y DELIRIOS RAZONABLES

Con seguridad, Simeón tendría su propia explicación para este fenómeno, y muy distinta de la nuestra que, humildemente, deberíamos respetar. Porque, si a algo conduce el avance de la ciencia, es a ser cada vez más conscientes de que no detentamos, ni mucho menos, el conocimiento. La sensatez desde la que juzgamos el delirio ajeno es vista justamente como un delirio por aquellos a los que juzgamos. Aunque resulte paradójico, visiones del mundo tan incompatibles son en realidad la consecuencia de que, por debajo de las culturas con las que nos disfracemos, todos somos asombrosamente parecidos.


 

Estilitas: 36 años viviendo encima de una columna
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