viernes. 26.04.2024

UN GOBERNADOR CON MORRIÑA

San Luis de Potosí, México, año de 1733. Don Francisco de Villanueva, regidor de la ciudad por orden de Felipe V entre otros muchos honores, envejecía. Bajo la inclemencia del trópico, el prohombre añoraba la fresca humedad de Zurita de Piélagos, su pueblo natal. Y era consciente de que ya nunca volvería allí.

Pero la riqueza de San Luis, con sus minas de oro y plata y su rico comercio, –a qué negocios no daría acceso entonces la política, conociendo los de ahora–  le había permitido hacer un acopio suficiente para, al menos, dejar en Zurita un recuerdo de su paso por este mundo

No tenía hijos. Redactó un testamento en el que dedicaba -presumiblemente- lo mejor de su fortuna a la construcción de un mayorazgo que mantuviese su recuerdo durante las generaciones venideras. Y lo cedió al hijo mayor de su hermana, Don Francisco Díaz de la Colina, que permanecía en España. La enorme suma de 61.500 pesos fuertes cruzó el Atlántico distribuida en dos convoyes diferentes, por temor a los naufragios. 

El resultado fue un conjunto monumental único, que ha resistido hasta nuestros días. Pero no más allá de ellos.

QUE DOSCIENTOS AÑOS NO ES NADA

El linaje de los Colina, amparado bajo los muros de aquel soberbio palacio, engrandeció y se mantuvo vigoroso durante los siguientes doscientos años. En ese tiempo, no faltaron los matrimonios con la nobleza regional, ni los miembros ilustres, así como tampoco las idas y venidas a América con el fin de relanzar negocios que aportasen el caudal necesario para su elevado tren de vida. 

El disparo que, en 1911, acabó con la vida de Don Francisco de la Colina y de la Mora fue el portazo que cerró aquel tiempo de esplendor. Irredento y romántico, Caballero de la Orden de Santiago, luchó y perdió en el bando carlista como coronel de caballería, despreciando la oferta de reintegro en el ejército vencedor a cambio de renegar de sus ideas. Nunca superó la derrota, y ocupó sus últimos días en la minuciosa construcción de un mecanismo que disparase una de sus pistolas para introducirle una bala en el corazón tras tirar de una cuerda. Vestido con su hábito de la Orden de Santiago y sentado en un retrete, accionó el mecanismo. El suicidio fue una broma macabra, entre la burla y la locura, que conmocionó a la sociedad de su tiempo.

Francisco de la Colina con su hábito de Caballero de la orden de Santiago | Foto propiedad de la familia ColinaFrancisco de la Colina con su hábito de Caballero de la Orden de Santiago | Foto propiedad de la familia Colina 

UN PALACIO DE ENSUEÑO

La visita al mayorazgo de los Colina, que su antepasado había dispuesto desde México, aún impresiona: una pérgola, entre campos de labor y frutales, desemboca en la magnífica portalada que da acceso a lo que fue un patio adoquinado. A la izquierda de éste, las cuadras y la residencia de los criados; de frente una escalinata que conduce a un área elevada de antiguos jardines con su estanque y, a la derecha, los sólidos muros de sillares de la casa solariega, con una corralada de seis arcos y el preceptivo balcón corrido de la arquitectura montañesa. 

La portalada del palacio | Foto: O.L.La portalada del palacio | Foto: O.L.

El mejor elemento, pero el más deteriorado es una capilla barroca dedicada a San Antonio, adjunta al palacio. El fundador había añadido otros cien marcos de plata para su construcción, así como para la de una escuela en el pueblo, con la condición de que los niños rezasen todos los días del año una salve a la Virgen de Valencia por la salvación de su alma. En aquellos tiempos revueltos, y en colonias, la virtud debía ser un ave asustadiza.

La ermita de San Antonio | Foto: Foto O.L.La ermita de San Antonio | Foto: Foto O.L.

TODO FIN TIENE UN PRINCIPIO

“Éramos unos críos”, recuerda Raúl Gutiérrez, de 90 años, hijo del que fue arrendatario de las tierras del mayorazgo, desde los años 30 del siglo pasado. “Nos colábamos en la capilla, aún llena de dorados, imágenes y pinturas, y jugábamos con los báculos y  las casullas multicolores que allí se guardaban”.

“Durante la Guerra Civil”, continúa Raúl, “el palacio quedó vacío. Los milicianos instalaron en él a medio centenar de refugiados del País Vasco, y cada día traían varias ollas lecheras con comida para alimentarlos. Pero, ya antes de la guerra, Don Juan José, hijo del famoso Francisco Colina, fue el último miembro troncal del linaje que ocupó el palacio, antes de cedérselo a la rama familiar de los Quijano”.

En primer plano, la portalada, a su derecha el palacio y al fondo la capilla de San Antonio | Foto: O.L.En primer plano, la portalada, a su derecha el palacio y al fondo la capilla de San Antonio | Foto: O.L.

NUNCA ME ABANDONES

Durante la posguerra, el palacio fue abandonado definitivamente por sus herederos, que eran muchos, lo que imposibilitaba alcanzar acuerdos para su gestión y mantenimiento. Así empezó la decadencia. En los años 70, la casona resistía, y aún se conservaba el retablo barroco de la capilla y algunos cuadros. Pero el deterioro avanzaba inexorable, y ya en 2003, la asociación Mortera Verde gestionó la declaración de Bien de Interés Local para el conjunto, aunque esta figura de protección no consiguió frenarlo. 

Uno de los salones del interior del palacio | Foto: O.L.Uno de los salones del interior del palacio | Foto: O.L.

EMBRUJO

La familia Colina, desperdigada en múltiples ramas, aún mantiene el contacto en torno a la memoria y la nostalgia de su palacio. Algo tiene este lugar que embruja. Raúl, el hijo del arrendatario, recuerda cómo siendo un niño, se presentó un día en la finca un representante de los Colina que vivía en un lugar alejado. Venía obsesionado por beber agua de la fuente de la Heredad. “Lo seguí, y me quedé maravillado de ver que la gente importante también bebía agua”, rememora con una sonrisa.

No solamente él. En Zurita es un lugar querido, una seña de identidad. Y algunos de los refugiados vascos alojados allí brevemente durante la guerra, no resistieron la tentación de volver, muchos años más tarde, a visitarlo. Incluso el autor de este artículo se ha sentido empujado a escribirlo por el recuerdo de un puñado de tardes de adolescencia pasadas allí.

Vista desde el antiguo jardín, la escalinata en primer plano, a la derecha el palacio y al fondo la portalada | Foto: O.L.Vista desde el antiguo jardín, la escalinata en primer plano, a la derecha el palacio y al fondo la portalada | Foto: O.L.

SE ACABÓ EL TIEMPO

A día de hoy, el palacio puede derrumbarse en cualquier momento. Las vacas vagan por el conjunto protegido, y han dañado las escalinatas de acceso a los antiguos jardines. La huella de sus pezuñas abunda sobre la tierra que cubre el suelo de la capilla, cuyo retablo barroco desapareció hace muchos años, así como las pinturas y ornamentos que contenía. 

El coro del interior de la ermita, con la cúpula interna de madera | Foto: O.L.El coro del interior de la ermita, con la cúpula interna de madera | Foto: O.L. 

Un intento de restauración de ésta por los actuales propietarios, pero sin el permiso preceptivo, provocó la paralización municipal, dejando la capilla sin techo y, lo que es peor, con una preciosa bóveda de madera policromada, con símbolos religiosos y escudos familiares, expuesta a la intemperie. La cúpula, obra del maestro Francisco Gómez de Somo, se perderá con seguridad si no se actúa de manera urgente.

Estado de la cúpula de madera policromada | Foto: O.L.Estado de la cúpula de madera policromada | Foto: O.L. 

MAR DE HISTORIAS

Los humanos estamos construidos de un mar de historias, que incesantemente nos repetimos unos a otros. La de la familia Colina también nos pertenece, de la misma manera que la de cada cual se integra en esa inmensidad común que forman una sociedad y una cultura. Y los lugares y los inmuebles atados a esas historias, son sagrados. Su ruina significa la ruina de nuestro mundo. Preservarlos es un deber individual. Y aún más de las instituciones, en nombre de todos. 

¡SALVAD ESA BÓVEDA!

La bóveda es lo último de valor que queda en la capilla, pero quizá lo más hermoso. Es verdaderamente original”, opina Aurelio González-Riancho, integrante del grupo Alceda, creado para la conservación del patrimonio de Cantabria. “Ahora mismo es vital cubrirla, aunque sea con un toldo, para evitar su deterioro”, propone. “Las instituciones deberían olvidar el papel pasivo que siempre tuvieron en este país e implicarse intensamente en su responsabilidad de preservar el patrimonio”.

Uno de los escudos nobiliarios que figuran en la cúpula | Foto: O.L.Uno de los escudos nobiliarios que figuran en la cúpula | Foto: O.L. 

A Aurelio no le falta razón. Los actuales propietarios del palacio han demostrado su buena voluntad presentando un proyecto de restauración. En situaciones dramáticas como esta, las instituciones no pueden abandonarse a la comodidad de sus burocracias.  

De la Consejería de Cultura y el Ayuntamiento de Piélagos debería partir la iniciativa de una reunión conjunta con los propietarios para encontrar algún modo de reparar, en lo posible, los edificios y, sobre todo, salvar esa original bóveda. Si es que ya no es demasiado tarde.

ESOS TRISTES PUEBLOS QUE DAN LA ESPALDA A SU HISTORIA

De vidas de indianos está urdido el tejido de la Historia de Cantabria. Jóvenes que huyeron de la pobreza de su tierra natal para volver con títulos y riquezas, y fundaron linajes que languidecieron con los siglos, dando lugar a nuevas migraciones para refundarlos.

Como sociedad, no podemos permitirnos perder nuestro patrimonio. Sería renunciar a lo que nos explica quiénes somos. Sin embargo, la desidia de nuestros gobernantes está provocando un alarmante deterioro de los valores patrimoniales en esta Comunidad. 

“Los pueblos que olvidan su historia están obligados a repetirla” dice una cita tan manoseada como certera. Se desconoce su origen, pero su destinatario parece claro. Como hecha a medida para esta bendita región.
 

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