De puntillas con sus zapatillas tenía que recorrer todo el escenario. 'El lago de los cisnes' y 'El cascanueces' eran sus ballets preferidos. Veneraba a Chaikovsky. Aprendió a ser la única, la diva de la danza, a no poder vivir sin la ovación prolongada. La bailarina era como una muñeca, en cualquier momento podía romperse, frágil como una porcelana. Surgió la llama del amor entre ella y su director artístico, el Nureyev de sus sueños. Danzaba mientras se destrozaba los pies.
En una función tropezó con otra compañera y cayó al suelo como un saco. Decidió ese día decir basta porque se sentía mayor: sus piernas no danzaban elásticas. Prometió que sería la penúltima actuación antes de entrar en una visible decadencia. No pudo ser más trágica -su vida era trágica- la última representación. Ardió el teatro por una colilla encendida. El telón se derrumbó en llamas. La noticia de su retirada fue eclipsada por el incendio. Un adiós sin gloria.