viernes. 26.04.2024

El incombustible marido de la peluquera

Nunca pudimos decirle adiós a este incombustible y pertinaz marido de la peluquera que, con su característica imagen de elegante extravagante, perteneció desde un principio a la rica historia del arte del cine francés.

"He hecho una carrera muy anárquica, en parte por mi físico y en parte por mi carácter. Cuando rodé con Brigitte Bardot, en la alfombra roja de Cannes la gente gritaba: 'Brigitte, ¿quién es ese tan feo?' Y ella me decía al oído: 'No hagas caso, Jean, no hagas caso'”.

"[Me arrepiento] de no haber sido más valiente, más emprendedor. He hecho algunos espectáculos escritos por mí, pero siempre he sido demasiado inseguro. Una vez Belmondo estaba haciendo un Cyrano y me dijo: 'Ven a dirigirlo tú, este es un inútil'. Me lo pensé tres días y al final no fui. Siempre he sido medroso".

Entrevista con Miguel Mora, publicada el 24 de septiembre de 2012 en El País

A sus 87 años, Jean Rochefort (París, 1930 - 2017) nos dejó un 9 de octubre sin nubes, quizás para que se pudiera reconocer mejor el semblante de este actor, un intérprete de los más populares del celuloide galo que se transformó a partir de los años 50 en un rostro también de los más conocidos del séptimo arte francés.

Nunca pudimos decirle adiós a este incombustible y pertinaz marido de la peluquera que, con su característica imagen de elegante extravagante, perteneció desde un principio a la rica historia del arte del cine francés. Protagonista con una gran personalidad y gracia, filmó alrededor de ciento cincuenta obras cinematográficas. Películas populares de éxito como Las tribulaciones de un chino en China (Philippe de Broca, 1965), Cuidado con las rubias (Giorgio Capitani, 1980), Ridicule. Nadie está a salvo (Patrice Leconte, 1996), o El conde de Montecristo (José Dayan, 1998). Y en el cine llamado de autor, cuyo director es también el guionista, proporcionando así que en su obra se fije un toque de distinción inconfundiblemente propio, como en La maté porque era mía (Patrice Leconte, 1993), ¡A trabajar! (Alain Guesnier, 1998) o El viento se llevó lo que (Alejandro Agresti, 1999), llegando así asiduamente a los carteles de VO. 

Aún a sus ochenta y dos años, Jean Rochefort accedió a ser el actor principal de El artista y la modelo (2012), interpretando a un escultor, bajo la dirección de Fernando Trueba y con la participación de Aida Folch, Claudia Cardinale y Chus Lampreave, entre otros.

El alma de El marido de la peluquera (Patrice Leconte, 1990)

Trabajador nato del teatro -desde los 19 años- y del cine -desde los 42-, su bautismo de fuego con significado fue Amor en rebeldía (1972), con Annie Girardot y Claude Jade. A este actor le sobrevino una forma de ser, de actuar, y su fisonomía la tenía adosada como un apéndice a su típico bigote que llevó durante media vida. Por otra parte, su extrema delgadez; y su fina ironía que utilizaba sin querer y sin hacer daño a nadie. Con su particular y aparente pachorra, parsimonia o templanza, solía decir "Mi preocupación es parecer siempre diferente", lo cual no deja de ser una declaración de principios totalmente profesional. Siendo un fenotipo del actor francés, podría estar perfectamente semejado a los británicos. Intencionalidad, sin intención alguna -más bien, creo que sabía y conseguía reírse de sí mismo-, y fisonomía particular, como decíamos, probablemente sean sus esenciales elementos estructurales; a Jean Rochefort se le conoce así. Dejaría de ser la persona de la que hablamos si hubiese cualquier alteración en él. Esta motivaría una disparidad importante y nada reveladora en este atractivo y avezado protagonista. 

Nunca se encasilló ni en los temas ni en el público al que se dirigía. Su representación en Que empiece la fiesta (Bertrand Tavernier, 1975), que le valió un premio César, trata sobre la historia en tiempos de Felipe de Orleans, un regente colmadamente obsceno y de comportamiento libidinoso. Tavernier pensó una idea con un tejido de guión sobradamente impúdico que poco o nada comunicaba con la fuente primera de Alejandro Dumas, La hija del regente, de la que iba a arribar en un comienzo; así, el director llevó a cabo un trabajo considerable de auténtica acreditación, y se arrogó, según parece, la fórmula de Rochefort, "hacer como si la cámara hubiera sido inventada en 1778". El mismo galardón lo obtuvo por Le Crabe- Tambour (Pierre Schoendoerffer, 1977), además de un honorífico César (1999) por su largo recorrido como actor.

Hemos citado una docena de películas en las que nuestro actor interviene. Sin embargo, hay una en la que, quizás, es más reconocible y reconocido. Se trata de El marido de la peluquera (Patrice Leconte, 1990), una película de autor, cuyos guionistas son el propio director y Claude Klotz. Su argumento es sencillo. Un hombre -Jean Rochefort, en Antoine- sostiene -aun antes de entrar en la adolescencia- la inclinación a contraer matrimonio con una atractiva peluquera, desvelo que finalmente lo ve realizado en su madurez. El actor nos ha dejado en la película su rostro de sumo bienestar, mientras ella -Anna Galiena, en Mathilde- regaladamente le jabona la cabeza; es algo que queda en el trabajo y la función tan significativa de este artista de expresión más de bajo que de barítono, que nunca cambia, como su inmortal bigote.

El paradigma y la analogía de esta película son tan naturales como crudas, resultando la cinta sobradamente sensual

La película y la canción de Guerra verdaderamente asumen que "la vida es un disgusto", como dice Mathilde a Antoine en el filme, dejándonos abandonados a ese sedimento agrio y triste que nos altera y trastorna. No deja de ser una contradicción el hecho de tener que renunciar a algo bello, como optó la peluquera, con la intención de impedir que llegue a alcanzar su descuido o corrupción, o su desgracia y daño. El paradigma y la analogía de esta película son tan naturales como crudas, resultando la cinta sobradamente sensual; todo se especifica mediante las fragancias, las esencias, las percepciones, las evocaciones, y los pigmentos, la luminosidad y los tintes. Cualquier pretexto le sirve al director, como a los actores, para utilizar el mundo sensorial en cada momento, para conseguir lo que quieren. Así, por ejemplo, una intervención con la que nos encontramos quiere concretar y sintetizar el conjunto de esas diversas imágenes que nos contagia Patrice Leconte: "La muerte es de color amarillo limón y huele a vainilla".

En fin, con Jean Rochefort se ausentó un asociado más de aquella singular pléyade de actores galos, conocida como 'la banda del conservatorio', comprendida por diferentes famosos que convivieron en la Escuela de Arte Dramático de París, en los años 50, como Annie Girardot (1931-2011), L'homme aux clés d'or, de Léo Joannon -1953-, Jean Paul Belmondo (1933-2021), À bout de souffle, de Jean-Luc Godard -1960-, Philippe Noiret (1930-2006), Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore -1989- o Jean-Pierre Marielle (1932-2019), Todas las mañanas del mundo, de Alain Corneau -1991-:

“No éramos ni guapos ni feos, por lo que nos arrinconaron en la categoría de los inclasificables, consagrados a los papeles secundarios” (Rochefort, en una entrevista, de 1964 -Le Figaro-, recogido en Muere el actor Jean Rochefort, protagonista de 'El marido de la peluquera' por Álex Vicente en El País, el 9-X-2017).   

No deseo terminar esta semblanza sin recordar una última faceta de Jean Rochefort, la humildad que unida a la sencillez nos hacen conocer mejor el absurdo y un humor especial en él. Como si su risa, y la nuestra escuchándole y viéndole, no fuese sofisticada o enlatada, sino solo pretendidamente risa. Recuerda asimismo

(...) el esnobismo de la gente del cine. Se pusieron de moda las películas pornográficas y se exhibían en las salas más off de Cannes. Un día voy y veo a una chica haciendo sexo oral a un tipo que parecía llevar doce horas rodando. Aquello tenía una horizontalidad precaria, así que me carcajeé en mitad de la escena. Cuando salí, me encontré a Godard y Truffaut, y me regañaron: '¡No has entendido el mensaje!' (Miguel Mora, El viejo en el olivar. El País, 24-IX-2012).

Falleció, aunque no del todo, Jean Rochefort. No del todo, porque lo único que nos puede, quizás, quedar como patrimonio personal es la risa, el humor. Él nos lo rememora y va a ser que sí tiene razón cuando la risa es importante. Así lo justifica:

Soy lúcido y estoy deliciosamente desesperado. El humor ayuda a mantener la distancia necesaria para ser escéptico (Ibidem).  
 

El incombustible marido de la peluquera
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