domingo. 28.04.2024

Y la palabra se hizo carne

La palabra, incluso la que no se nombra -nada más que para uno mismo- tiene un significado mucho mayor y especial del que solemos echar mano

Veo amanecer, lluvia de cristal


    ‘Actuar es la palabra hecha carne’, no es mía la frase. Está tomada del evangelio de san Juan (Peter O’Toole, en su última entrevista).

Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, llena de gracia y de verdad
(San Juan 1:14)

Y la escritura es la palabra. La escritura, hija de cualquier expresión desde los comienzos del hombre sobre el mundo. De cualquier medio de comunicación no verbal. Esto nos pasa desapercibido, incluso desde los comienzos del niño en la escuela. Siempre digo, porque es verdad, que es en Infantil en donde más se cuida la palabra del escolar. Antes, ha sido la madre, y todo el cortejo familiar, quienes han estado expectantes a cualquier balbuceo o sonrisa del bebé. ¿Por qué? Porque queremos y esperamos ya su palabra, y que sus vagidos incipientes anuncien cualquier sonido parecido a un fonema.

El juego es la descarga de tensiones del bebé. Imita y repite sus propios sonidos; luego, los maternos. Nace, con placer, la comunicación auténtica.

¿Por qué, entonces, no cuidamos más esas esperanzas más tarde, a medida que el niño o el joven van creciendo?, ¿por qué, de mayores, nos quitamos la palabra, si es tan sagrada, si está tan llena de gracia y de verdad? Voy a recordar dos casos muy simples, cotidianos y, por lo tanto, normales, de los que fui testigo en dos colegios, uno privado -no existía la tontería esa de ‘concertados’; los colegios eran o públicos o privados, aunque estos últimos tuviesen partida presupuestaria del Estado-; y otro público.

El privado era de ideario religioso, porque decir ‘ideología’ no estaba bien visto, no era apropiado, precisamente por la carga ideológica que tenía en sí la palabra. Antes de ir a comer, el último cuarto de hora, acabado el currículo programado, estaba destinado a rezar el rosario cada curso en su clase y con la presencia de su maestro. Hablamos de hace cincuenta años. Los niños, por la segregación de sus jugos gástricos o porque querían salir a la lluvia o al sol, parecía que, sin saberlo, añadían un misterio más a los cinco del rosario, rezándolos sin rigor, de rondón, sin sentir, como una salmodia, como si ya hubiesen llegado a la letanía.

Se apresuraban para acabar rápido, por miedo a que les retuvieran más tiempo en aquellas odiosas paredes si no acababan el rosario a tiempo. Era todo un misterio y, sobre todo, una gran duda, una pregunta. ¿Por qué, si el cura nos ha dicho que rezar es hablar con Dios, nuestro Padre Celestial, lo hacemos de carrerilla, a galope tendido? Y un día, el maestro, que era sustituto, ya cansado de aquellos tarareos diarios, así se lo dijo:

-¿Habláis así a vuestra madre al llegar a casa, pidiéndole la comida? Desde ahora, aunque solo sea un padrenuestro, vamos a rezar bien, como Dios manda, pronunciando lo que estáis diciendo.

Y así fue…, hasta que al maestro lo largaron por raro y nocivo, creo yo. Este respiró mejor, y ellos más tranquilos. 

El segundo caso fue en un colegio público. A un intrépido maestro se le ocurrió hacer teatro con sus alumnos a capela, es decir, él solo. A parte de las clases de Lengua y Literatura, ensayaba una obra de teatro importante, con la totalidad de la clase de treinta y tantos alumnos, aprovechando los recreos y algún que otro sábado.

A Peter O'Toole, el actor por excelencia, le asombraba cada papel que representaba hasta quedar sugestionado por él. Parecía que cada papel y cada actuación le inspiraban fuera de los escenarios, como caireles de su propia personalidad.

La cosa no iba nada mal, hasta que cayó enfermo un tiempo, cuando faltaba un mes para el estreno. El maestro apareció un día para ver el estado de la situación, diciéndole el director que no se preocupara, que todo iba sobre ruedas, que se sabía cada uno su papel y que lo bordaba. Cuál fue su enorme decepción cuando, presenciando un ensayo, se percató que habían ido para atrás, que lo que habían conseguido espaciando las palabras, respetando las entradas de cada actor, comunicando al respetable el relax, lejos de cualquier precipitación por una fabricada falta de tiempo y una necesidad voraz de no ‘perderlo’, había dejado de existir.

Y, para rubricar más su profesionalidad, el director lo animó, publicitándole sus bondades -las suyas-, cómo en tan poco tiempo los pequeños actores de trece años se sabían de memoria su papel, y que no había que marear tanto la perdiz. Los chiquillos cantaban su papel con una especie de rap malo, se quitaban la palabra unos a otros, con prisas, concatenando la entrada de uno con la salida del anterior, con una ‘puesta en común’ bailando su cuerpo, sus pies, con esa autosatisfacción conformista de ‘saberse’ el papel a las mil maravillas, pero ininteligible, sin mensaje alguno, pareciendo que estaban dando la lección de todos los días por la mañana, de carretilla, sin comunicación… Deplorable, llantable

Los signos no verbales y verbales no transmiten en sí mensaje alguno, por no poseer implícita una ‘capacidad’ que se le haya legado

Han sido tan solo dos ejemplos para mostrar, por ejemplo, que los signos no verbales y verbales no transmiten en sí mensaje alguno, por no poseer implícita una ‘capacidad’ que se le haya legado. Siempre es uno quien ha de analizarlo, deducirlo, saber leerlo o desentrañarlo. Efectivamente, uno podrá contradecirse, desatinando en el mensaje. Un ejemplo flagrante de esto, pero que pasa desapercibido por lo manido que ha sido y sigue siendo es el maltrato a los pequeños y jóvenes mediante la ironía nefasta y mal intencionada, como un atropello, por parte de los adultos que se creen superiores, olvidándose que es una figura a la que los cerebros de los que la reciben aún no están preparados para entenderla y poder reaccionar en buena lid. En general, además, esa arma se suele utilizar en público, para mayor escarnio y risa tonta.

Porque la palabra, incluso la que no se nombra -nada más que para uno mismo- tiene un significado mucho mayor y especial del que solemos echar mano. Un ejemplo de esto es el lenguaje artístico, en donde incluso elementos o motivos carentes de trascendencia o de relieve atrayente estéticamente alguno, sean descifrados en su íntegra hondura existencial. Esencialmente, la palabra vale para algo.

Entonces, ¿qué decir acerca de la amenaza de un ocaso en el intercambio comunicativo de los seres humanos? El procedimiento de comunicarse por antonomasia el género humano es el habla habitual. Sin embargo, se nos ha estado anunciando desde hace medio siglo una retraite du mot porque la humanidad conversamos menos y, mayormente, explicamos y nos explicamos peor. No voy a entrar en el fenómeno de los Wat’s Up, medio de comunicación la mayoría de las veces ininteligible. Tampoco, en el comadreo provinciano.
 

Y la palabra se hizo carne
Comentarios