viernes. 26.04.2024

Tanta miseria, y tantos miserables...

Nos vamos a la mierda sin remedio alguno, esa mierda intelectual y cultural en la que ya rezonga toda esta gentuza que tiene el odio por bandera.

Iba yo en metro dos días después de que un integrista religioso se llevara por delante a un sacristán en Algeciras, y pegados a la puerta viajaban también un señor de unos 60 años y un joven que no parecía ser de aquí. Antes de que el tren se detuviera del todo en una parada, el señor, que sí era de aquí, empezó a recitar en voz alta algo con tono de canción, que hablaba de gente que no iba a la escuela, que se había colado en el país, que fumaba droga y que mataba a otras personas con machetes. El chico que no era de aquí, al que iba dedicado el canto, se limitó a sonreír al desgraciado que sí lo era, que le había adjudicado del golpe raza y religión y que no se atrevió a levantar la cara del suelo hasta que no estuvo lo suficientemente lejos como para sentirse a salvo en su indigna valentía. La ruindad humana a veces no tiene límite.

Somos una raza infame incapaz de respetar al diferente, que no sabe caminar por el mundo sin sembrar maldad en cada esquina

Pensando en ello después de que se me aplacaran la rabia y una profunda tristeza por el maltrato que un imbécil decidió dar a alguien que iba a su lado por el mero hecho de parecer de otro sitio que no era este, no puedo afirmar otra cosa que no sea que la sociedad en la que sobrevivimos se acerca cada día más al abismo. Nos vamos a la mierda sin remedio alguno, esa mierda intelectual y cultural en la que ya rezonga toda esta gentuza que tiene el odio por bandera. Somos una raza infame incapaz de respetar al diferente, que no sabe caminar por el mundo sin sembrar maldad en cada esquina, basando la convivencia en la discriminación, el rechazo y la exclusión. Y será verdad que por cada cabrón racista, xenófobo u homófobo hay cientos de personas de bien. Pero los pocos que hacen tanto mal hacen también tanto ruido, y perturban tanto, que la cosa no lleva remedio. El barco navega directo contra las rocas.

La culpa de que haya indeseables como el del metro está muy repartida, como el gordo de Navidad. Desde luego es suya, por mala persona, por creerse superior, por mal bicho. No hay excusa para el racismo, no en los tiempos de la globalización cultural, que permite acercarse a la verdad de las cosas sin obligación alguna de usar filtros oscuros ni razonamientos tendenciosos, solamente con el interés por superar los muros de la autocracia mental y aprender. Expandir el conocimiento más allá de lo que pasa en la acera de enfrente, de lo que cuentan en el informativo y en las tertulias de los que lo saben todo de todo, o de los chistes de un cuñado, debiera ser la obligación de cualquiera que se quiera tener por ciudadano de entendimiento abierto y forma de vida democrática. Las premisas y los paradigmas acortan cualquier capacidad para crecer en pensamiento.

Las ideologías que prescinden de los diferentes y los criminalizan están en alza, y los canallas que distorsionan la realidad de la diferencia son legión

Pero más allá de la responsabilidad individual en solazarse con el odio está la de los que diseñan y expanden el discurso que lo sustenta, los que están sabiendo explotar la vagancia de juicio que impone en la sociedad la mediocridad formativa y la falta de ambición por alcanzar la excelencia. Las ideologías que prescinden de los diferentes y los criminalizan están en alza, y los canallas que distorsionan la realidad de la diferencia para manipular debilidades sociales y empujar a la desgracia de comportamientos supremacistas como el del cantarín del metro son legión. Generalizar para convertir a toda una nación, a toda una raza, a todo un colectivo, en malhechores y provocar para que se les insulte, se les persiga, se les aparte, se les agreda, es una canallada cada vez más frecuente. En tiempos de populismos que conjugan la ligereza mental y la impunidad para el exceso, los que practican por medio de otros la violencia racista en cualquier versión acumulan día a día mayor poder y protagonismo. Y son peligrosos.

El discurso del odio es el discurso del fracaso. Del que lo crea, del que lo sigue y de la sociedad en su conjunto cuando no es capaz de encontrar cómo desactivarlo. Odiar a los negros, a los árabes, a los gays, a las lesbianas, a los judíos, a las mujeres, solamente porque son otros diferentes es un ejercicio visceral de miseria humana que no tiene cabida social ninguna, y que debe combatirse sin contemplaciones. Porque si no, al final, sobraremos todos, incluso los racistas, que dejarán de soportarse entre ellos en cuanto encuentren una diferencia que echarse a la cara.

Tanta miseria, y tantos miserables...
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