martes. 23.04.2024

Pánico tecnológico

No me fío de las cosas electrónicas ni de los procedimientos automáticos, ni consigo imaginarme con una perspectiva positiva el resultado de cualquier acción técnica.

Tengo una enfermedad que me he inventado, el pánico tecnológico. Cuando cualquier cacharro electrónico tiene que ponerse en marcha o configurarse, comienzo a sudar y a tener palpitaciones mientras lo hace, en la íntima creencia de que algo fallará en el proceso, y el chisme en cuestión dejará de funcionar y no servirá para nada. Cada vez que tengo que reiniciar el router de casa, o actualizar el móvil, incluso esperar a que la impresora wifi me imprima algo, la tensión me deja al borde de un derrame cerebral. Hasta que se conecte Netflix en la televisión me supone un duro trance emocional que solo termina cuando el logotipo deja de dar vueltas y aparece en la pantalla lo que tiene que aparecer.

De todos modos, estoy seguro de que no soy el único que sufre estos terrores. ¿A quién no se le han hecho horas los segundos que tarda en salir el dinero de un cajero automático? ¿Y quién no lo ha contado dos veces después de atraparlo al vuelo por si vuelve a entrar en el cajón? ¿Quién no ha estado a punto de ahogarse aguantando la respiración mientras se confirma una compra por internet después de pagada, rezando al mismo tiempo para que no aparezca un mensaje de error? ¿A quién no se le ha puesto el corazón en la boca viendo cómo gira una ruleta en la pantalla del móvil al conectarlo a la corriente para recargarlo después de que se apagara sin batería? ¿Quién no tiembla cuando se cae el diferencial de la electricidad en casa, pensando en que cuando lo haya levantado la mitad de los electrodomésticos no volverán a encenderse nunca más?

Crecemos en el ambiente mecánico de lo cutre y del milagro, y deberíamos estar curtidos para afrontar la catástrofe

Mi problema, así en genérico, es de confianza. No me fío de las cosas electrónicas ni de los procedimientos automáticos, ni consigo imaginarme con una perspectiva positiva el resultado de cualquier acción técnica. Y la tendencia a la chapuza que forma parte del ADN español tampoco ayuda. Aquí las cosas sueltas se sujetan con bridas de plástico y cinta americana del chino, cuando no directamente con esparadrapo de tela; los aparatos conectados a la corriente eléctrica hacen ruidos que no deberían, que los técnicos eliminan con unos golpes en el costado; al asfalto de las carreteras en mal estado se le pone una señal en vez de arreglarlo; y las goteras se reparan colocando debajo un cubo, que se quita solo cuando deja de llover y que se guarda hasta la siguiente. Crecemos en el ambiente mecánico de lo cutre y del milagro, y deberíamos estar curtidos para afrontar la catástrofe, que asoma muchas veces la cabeza por encima del muro de lo cotidiano, cuando no cae directamente de este lado. 

Pienso en todo esto cada vez que voy a una farmacia. Uso mi tarjeta sanitaria digital, que llevo en el móvil, me la leen con un lector electrónico, pido las medicinas que necesito, que un robot se encarga de bajar de un almacén, pero luego la farmacéutica o el farmacéutico tiene que sacar un cúter del bolsillo de la bata, recortar el código de barras y pegarlo con cinta adhesiva en un folio. Somos un país de apaños y ñapas. Y de cosas incompletas. Por eso es difícil mantener una inquebrantable fe en el funcionamiento normal de las cosas. La combinación de la desidia, la falta de ambición por la calidad y el hacerlo todo deprisa y corriendo, que ya sé que pasa en más sitios pero que aquí es demasiado frecuente en cualquier ramo profesional, es un poderoso imán para la desgracia, y sobre todo para la desconfianza y el recelo, que en mi caso me provocan auténtico pavor. Y visos de superarlo no hay...
 

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