jueves. 02.05.2024

Una palabra maldita

Me preparaba para una vida que imaginaba que solo con la ambición suficiente se podría sacar adelante. Todavía no sabía nada de reveses,  frustración…

Y para colmo están los recuerdos. Nunca veraces. Siempre inestables. Lo bueno pasa a buenísimo. Lo malo se recuerda como peor o como dantesco; incluso imperdonable de todo punto. Afortunadamente en “lo malo” el tiempo casi siempre aporta algo de  misericordia.

“Lo bueno” también deja su estela mejorada en el tiempo. Por ejemplo, cuando se vuelve al lugar que uno ha “tuneado” en la mente sobreviene una pequeña decepción. Es más pequeño o más grande, tiene mucha cuesta o es más oscuro. O es más bajo o más gorda. Hay lugares, como los lugares que se han visitado en lectura, a los que es mejor no ir. Y a otros, no volver.

Muchos días, por no abandonarme a la molicie, me apuntaba con uno de mis tíos a tomar parte en aquellas tareas del campo

Recuperando recuerdos llegué a una  tarde de “julios” atrás. Estaba desplegando su poder y las cigarras lo celebraban de forma ensordecedora sin apenas un poco de viento de alivio. Acaso una tenue brisa dedicada a jugar con los geranios unos segundos y vuelta a la quietud. La ropa colgada en las cuerdas, al moverse, saludaba brevemente y esperaba a ser recogida.

El reloj, contagiado del momento, contaba los segundos más lentamente. Quedaba mucha tarde hasta que llegaran las horas más frescas y los chavales nos pudiéramos reunir en la plaza. A esa hora, refugiados en las casas, entreteníamos entre sueños despiertos y dormidos aquel tiempo eterno de un verano que no recordábamos cuando comenzó y tampoco reparábamos que en algunas semanas acabaría y volvería la “otra rutina”. Recuerdo que me aburría.

Cansado de leer y ordenar fotos salí al patio en sombra donde los parientes aprovechaban para reparar los aperos y hablar. Se iban incorporando según se levantaban de la imprescindible siesta, la cual se alargaba más o menos según fuera el madrugón, porque en esos veranos lo importante era salir con los animales o solo lo más temprano posible, para poder trabajar la tierra antes de que el “implacable” aplastara con su fuego todo en derredor.

Recuerdo entretener la tarde viendo como avanzaba la línea de la sombra, apartando a las moscas de siempre -quizá llueva algo esta noche porque están muy pegajosas-. Miraba al suelo y allí estaban las hormigas ajenas a todo lo demás. También recuerdo que me aburría y que fue la primera vez que decidí que un día me iría de allí, del mismo sitio al que vuelvo como si tirara un imán de mí.

Me preparaba para una vida que imaginaba que solo con la ambición suficiente se podría sacar adelante. Todavía no sabía nada de reveses,  frustración…  Aquella vida temprana en la que estabas de acuerdo en algo y en desacuerdo media hora después. Recuerdo que me aburría, reitero. También recuerdo que a nadie le importaba eso.

Antes el aburrimiento no era enfermedad; hoy lo es y hay que hacer lo posible “para que no se aburran”

Muchos días, por no abandonarme a la molicie, me apuntaba con uno de mis tíos a tomar parte en aquellas tareas del campo. Seguía órdenes, entre otras, abrir la compuerta para que saliera el agua que se almacenó en el aljibe, corriera por la acequia y regara la verdura que ya empezaba a mostrar colores.

Por las tardes, copiaba textos de un libro de la alacena (del que no comprendía casi nada de lo que decía)  o escribía una carta lentamente, dibujando bien las palabras, con la lengua a un lado de los labios. Me decían que escribiera a unos parientes –a los que no conocía- que estaban lejos y les pusiera al día. Otras veces, solo escribía imaginando a quien le llegaría mi carta la cual nunca se enviaría. Me aburría y seguía tejiendo el tipo que quería ser cuando la vida de verdad se presentara.

Eran tardes pensando “lo hago o no lo hago”.

En una reflexión, Santiago Niño Becerra explicaba que en los países ricos se replantea la vida y se busca qué hacer con las horas muertas por el mero hecho de llenarlas. Particularmente, pienso que eso limita la posibilidad de “buscarse la vida”. Antes el aburrimiento no era enfermedad; hoy lo es y hay que hacer lo posible “para que no se aburran”. Es la palabra maldita.

Uno aprecia que en estos tiempos que el deseo está tan próximo a la realidad que, a veces, la realidad se ofrece antes que el deseo o es simultánea. Es lo que ocurre con los regalos, con tantos regalos. No hay esa paciencia, esa prolongada espera, la ilusión por algo que puede llegar o no.

Del aburrimiento, de darle muchas vueltas a las cosas surge la valentía. Porque de tanto pensarlo la decisión es firme. Luego ya vendrá la suerte, la astucia, la oportunidad y se verá si fue buena la decisión o no.

Lo contrario, la inmediata satisfacción de lo que apetece, arroja hacia el “estuve a punto de”. Que como escuece después.

Una palabra maldita
Comentarios