viernes. 29.03.2024

De mi memoria ya evanescente: VI.-El silencio de los que se van y su recuerdo perplejo en los que aún quedamos

Aunque poco o nada tengan que ver -o, al menos, no esté confirmado-, con la presencia del coronavirus, cuatro personas muy afines a mí se han desvanecido en las últimas semanas como se desvanece la memoria: Anthony H. Clarke, Antonio Gutti, Manolo Vallines y Jesús Pardo. ​

Lector matutino de las esquelas en los periódicos, siguiendo la costumbre heredada por vía materna, en los últimos meses que nos afligen uno se encuentra huérfano de los frecuentes obituarios que solían acompañar a los tradicionalmente rutinarios contenidos de los anuncios de fallecimientos.

De algunos de ellos no sabremos en mucho tiempo que ya no se encuentran ni se encontrarán más entre nosotros

El silencio impuesto por el azote de la pandemia que nos sobrecoge impide no solo despedir como se merecen a aquellos seres que nos fueron queridos, admirados, respetados, y que en adelante serán añorados desde el silencio impotente. Incluso, de algunos de ellos no sabremos en mucho tiempo que ya no se encuentran ni se encontrarán más entre nosotros. Cuando tomemos las calles con la alegría recobrada de que nunca nada pasa en Santander y si pasa la ciudad se abrasa, como decía el verso del poeta Julio Maruri, entonces comenzaremos a efectuar el balance de las víctimas y el inventario de desaparecidos; notaremos ausencias que jamás volveremos a echar en falta y las presencias invisibles de quienes ya no podrán vivir. 

No me gustaría sumarme a esa tarea de desmemoria a la que tan aficionado es el ser humano y que ahora se ve potenciada, y hasta justificada, simplemente por el hecho de que las limitaciones de un estado de Alarma que se va dilatando en el tiempo así lo imponen.

Incluso en este rincón en el cual el villano (mejor aldeano), ya exciudadano, viene residiendo en busca del parque jurásico que le permita mantener una pequeña dignidad de superviviente del azote global; hasta este rincón, digo, llegan escuetas noticias de las bajas producidas entre seres que no solamente formaban parte del paisaje humano más apreciado, sino que además tenían un puesto garantizado en el recorrido sentimental que hemos ido cubriendo a lo largo de casi ochenta años trazados a trancas y barrancas.

Por ello citaré cuatro nombres de otras tantas personas que el transcurso de las últimas semanas nos han abandonado manifiestamente contra su voluntad, porque su voluntad era la de resistir contra viento y marea.

-Últimamente se está muriendo gente que no se había muerto antes.  

Es una frase tan equívoca en su redacción que acaba contando con expresión siniestra en momentos como los actuales

Es una frase tan equívoca en su redacción que acaba contando con expresión siniestra en momentos como los actuales, en los cuales la muerte llega silenciosa, incluso asintomática, que dirían los científicos, a los que siempre es preciso hacer caso, aunque ahora se encuentren bastante desconcertados ante el alcance de la pandemia. Una frase que se escapa con su presa al cabo de unas semanas de dolor y de confinamiento anónimo.

Aunque poco o nada tengan que ver -o, al menos, no esté confirmado-, con la presencia del coronavirus, cuatro personas muy afines a mí se han desvanecido en las últimas semanas como se desvanece la memoria: Anthony H. Clarke, Antonio Gutti, Manolo Vallines y Jesús Pardo. 

La mayoría ha fallecido en Madrid, con excepción de Clarke que lo hizo en el Birmingham de su residencia inglesa. Dos de estos amigos quisieron que su última morada fuera Cantabria y así lo han cumplido sus familiares, pero estoy seguro de que tanto a Pardo como a Clarke no les hubiera molestado, más bien todo lo contrario, reposar definitivamente en El Sardinero y en Polanco, respectivamente, porque para el autor de Ahora es preciso morir (1982) Santander era “una obsesión”, como me confesaba en el transcurso de una entrevista hecha (Alerta, 1989), mientras que Anthony Clarke se había fusionado de tal manera con la obra y el entorno geográfico de José María de Pereda que se consideraba un paisano más de la villa polanquina, de la cual había sido nombrado hijo adoptivo en el año 2001. Para Tino Barrero hubiera sido una gran satisfacción conseguir ese traslado a Polanco, añadiendo así un aliciente más para incentivar la peregrinación cultural a la villa del autor de El sabor de la tierruca.

Anthony Hedley ClarkeAnthony Hedley Clarke

Conocí al profesor Anthony H. Clarke (1939-2020) en el comienzo de los años 80, cuando ya llevaba viniendo a Cantabria cerca de un cuarto de siglo en busca del ambiente narrado por Pereda en sus novelas costumbristas. A él le debió pasar algo parecido de lo que le sucedió a Galdós, de cuya obra era también estudioso quizás como prolongación de una de las características de su autor preferido. Y sobre la obra de José María de Pereda acabó leyendo su tesis doctoral en 1963.

No tengo seguro de si la idea de editar las Obras Completas de Pereda surgió como iniciativa suya o de su colega y también amigo mío el profesor José Manuel González Herrán, quien destinado en su cátedra de Literatura en la Universidad de Santiago de Compostela viajaba con frecuencia a su Santander natal, donde nos habíamos conocido en los años confusos y a la vez esperanzados de la transición democrática. Con este asunto, como otros tantos, me sucede que, siendo co-protagonista del mismo, mi memoria pierde su componente crítico de observador y abandona la mirada exterior para quedarse exclusivamente con algunos de los elementos verdaderamente importantes de la plasmación de un proyecto que tardó veinte años en culminarse, gracias a la perseverancia de ambos profesores y a la persistencia del editor José Luis Fernández Gándara. Yo solamente actué de coordinador editorial, lo cual me permitió relacionarme estrechamente con Anthony y participar de algunos de sus otros proyectos, tales como dos series de conferencias sobre el carácter de los cántabros, desarrolladas gracias a la relación mantenida por Clarke con mi homónimo José Ramón Saiz Fernández, pero que cuyos contenidos no llegaron editarse, como había sido el propósito de nuestro amigo inglés.

Anthony, no concebía la existencia de un ladrón de bicicletas, de la misma manera que los norteamericanos nunca comprendieron el trasfondo social de la película

Anthony acostumbraba a venir regularmente dos veces al año a Cantabria, dividiendo sus estancias entre la Biblioteca Menéndez Pelayo y Polanco. Cuando le conocí, cubría el trayecto entre Birmingham y Cantabria a bordo de una autocaravana y, alojándose en el camping de Bellavista, sus desplazamientos por la ciudad los hacía en una bicicleta que le fue robada por lo menos en dos ocasiones, la última en el rellano de la escalera del domicilio de Benito Madariaga, con quien también mantenía entonces estrecha amistad. El enfado y los apuros de Anthony por recuperar su bicicleta me recuerdan a los de Nati de Grado, siempre poniendo anuncios acerca del robo de la suya propia. Anthony, con su educación británica, no concebía la existencia de un ladrón de bicicletas, de la misma manera que los norteamericanos nunca comprendieron el verdadero trasfondo social de la película Ladrón de bicicletas (1948): para ellos era un lujo tenerla, mientras que el objeto de primera necesidad era el coche.

Anthony, en Penilla 2012Anthony, en Penilla 2012

Anthony, como en los años 60-70 sucedió con el profesor francés Jean Le Bouil, autor de una monumental tesis sobre la trascendencia histórica de la obra de Pereda, se había convertido en un santanderino más de nuestro paisaje cultural; había dado vida a Polanco y hasta había inoculado el virus perediano en Rogelio Pérez-Bustamante, a la sazón fugaz consejero de Cultura en uno de los gobiernos regionales de Juan Hormaechea. Pérez-Bustamante quería tener un mayor protagonismo en el proyecto peredista y hasta llegó a anunciar el rodaje de una versión cinematográfica de Sotileza, con Laredo como decorado urbano, algo que enfadó a nuestro Mario Camus porque bien es sabido la prevención casi supersticiosa que tienen las gentes del espectáculo ante el anuncio de proyectos que no estuvieran consolidados. Como fue éste.

Aquel no era el Anthony que habíamos conocido treinta años atrás, al cual mis sobrinas llamaban “el inglés de las piernas largas”

Ya en la última etapa de Clarke su mente estaba un poco perdida, abrumada por los agasajos, homenajes, y la petición de intervenciones públicas. Recuerdo haberle presentado en una conferencia sobre Dickens (una de sus especialidades, junto a la de Walter Scott) celebrada en 2012 en la Librería Gil y ya su mirada divagaba por el contenido de unas cuartillas leídas con espíritu de hallarse en otra parte. Como perdido estaba cuando se ponía en carretera para dirigirse a Polanco. Aquel no era el Anthony que habíamos conocido treinta años atrás, al cual mis sobrinas llamaban “el inglés de las piernas largas”, como los norteamericanos decían Daddy long legs al protagonista del musical de igual título.

Mi mujer y yo nos despedimos de Anthony en Polanco, con motivo del homenaje que últimamente le fue tributado, y él nos miraba casi con extrañeza, con la extrañeza de estar allí, de que allí estuviéramos con su amiga Eva Ranea y con su discípula Raquel Gutiérrez Sebastián, con la mirada escondida en el pasado y con el pensamiento alojado en su ciudad natal, donde su esposa Shirley había perdido ya definitivamente la noción del tiempo y de las personas: Shirley Clarke fue también, en última instancia, la traductora de la edición bilingüe de Cuarenta leguas por Cantabria/Forty leagues around Cantabria que yo prologué en 2004.

Después, fue él mismo quien se perdió definitivamente. Y todos nos perdimos un poco, al no encontrarnos ya más con su presencia.

El caso de Manuel Vallines Díaz (1941-2020) es bien distinto al del profesor Clarke, y con ello se muestra la pluralidad de relaciones y amistades cosechadas a lo largo de la ya dilatada existencia, y cuando a estas alturas uno ya sigue moviéndose gracias a la tregua concedida por el coronavirus.

Manolo tenía mi edad, mes más menos. Le conocí junto a su hermano ya difunto Clemente, a quien nuestro común Manolo Soto Cuesta pronto le adjudicó el sobrenombre de Svintus porque, al parecer, le recordaba al personaje de los comics de Roberto Alcázar y Pedrín, presentes en nuestra mente de adolescentes venidos a más. En carácter y en aspecto físico ambos hermanos eran como el agua y el vino pero incluso para sus regañinas se necesitaban, al igual que como espectadores nos necesitaban a nosotros, componentes de la pandilla que había encontrado guarida en el domicilio de la entrañable familia Cuesta, encima de la colchonería de su apellido, una de cuyas féminas la morena Consuelito, también se nos ha ido coincidiendo con esta pandemia, siguiendo la estela de su hermana Maleni, rubia y bella. Queda, entre nosotros, Leticia Cuesta, de quien aún seguimos aprovechando los consejos culinarios que nos ha dejado en su libro Las recetas de Ticha (1995).

Los Vallines son cántabros procedentes de la emigración a Cuba, donde su familia dejó parte de sus bienes embargados por la administración castrista

Los Vallines son cántabros procedentes de la emigración a Cuba, donde su familia dejó parte de sus bienes embargados por la administración castrista. Ambos formaban parte activa de esa pandilla compuesta por (ahora mismo los estoy sumando) alrededor de una decena de preuniversitarios, en su mayoría estudiantes en el Colegio Lasalle. Yo había llegado a ellos, creo recordar, de la mano de una amistad establecida en la calle del Sol, Ignacio López Martín, gran aficionado al cine como entonces lo éramos todos, quien me introdujo en ese nuevo mundo juvenil que vivía su propia existencia sin siquiera conocer la problemática que el novelista Manuel Arce ha dejado plasmada en su novela Oficio de muchachos (1963). De ese su paso por un colegio entonces elitista yo no tengo otro recuerdo que haber sido invitado por los hermanos lasalianos (¿Manuel, Julián?) encargados de las tareas culturales para hablar de cine a sus discípulos.

-¿Y el mundo del cine es tan inmoral como se dice?

Esa pregunta me la espetaron ambos religiosos en medio de una copiosa merienda en la que no faltaba el chocolate. Yo aún no había cumplido los 18 años y para el Régimen de Franco no solamente era menor de edad, sino que ni siquiera existía. Pocos años después supe que mis anfitriones habían colgado sus hábitos para contraer matrimonio con sendas féminas. Yo no tuve la culpa; lo prometo, porque no me gusta jurar.

Con quien mayor relación tuve fue Julián Cuesta García (1940-1990), tanto en Santander como en Madrid, una voz discordante entre todas ellas

En realidad, con aquella variada compañía apenas duré cinco temporadas, porque pronto ellos se trasladaron a estudiar en Valladolid y Madrid, y yo entré en las filas militares de la Infantería de Marina. De todos ellos, con quien mayor relación tuve fue Julián Cuesta García (1940-1990), tanto en Santander como en Madrid, una voz discordante entre todas ellas, y de quien sentí enormemente su desafortunada muerte. Unos días antes me llamó por teléfono desde alguna cabina aparentemente para saludarme, pero aquella llamada me sonó a despedida. A mi mujer la dejó como herencia una colección de dibujos irreverentes que guardamos como preciado testimonio del genio oculto de alguien al que tanto quisimos.

De esa estancia en Madrid tengo que recordar las andanzas con Juli Cuesta, alguna de las cuales le llevaron a la prisión de Carabanchel, y mi conocimiento con otro de los Vallines Díez, Enrique, quien en su piso estudiantil situado entre el Barrio de Salamanca y Diego León, en una de esas calles que llevan nombre de comuneros, me ayudó en la iniciación del marxismo. ¡Un cubano del exilio, estudiante de Ciencias Económicas, enseñando marxismo en España! Paradojas de la vida, que él hoy recordará como parte de nuestra común memoria sentimental, porque creo que desde entonces no le he vuelto a ver.

Ninguno éramos los mismos, salvo Manolo, tan bonachón como siempre

Tampoco vi más a Manolo, salvo en una ocasión, cuando fui invitado por el hermano menor José Luis Vallines a su finca de Mogro, en compañía de su esposa y amiga mía del Ateneo, la simpática Raquel Mira Ruiz. Ninguno éramos los mismos, salvo Manolo, tan bonachón como siempre: él era intemporal. Ahora su memoria se ha fusionado definitivamente con la de sus antepasados en el cementerio de Udías.

En cuanto a José Luis Vallines Díaz, ha compatibilizado su actividad empresarial con la dedicación a la política regional en representación del PP, formación de la cual llegó a ser hombre fuerte en Cantabria, vicepresidente del efímero gobierno de coalición con el socialista Jaime Blanco, después del triunfo de una moción de censura que despojó del cargo de presidente a Juan Hormaechea Cazón, y senador por Cantabria en representación del PP hasta el año 2016. Como la Historia a veces da unas piruetas incontrolables, por vía conyugal y a título muy post-mortem, llegó a ser sobrino político de Apolo Barrio Gancedo (1907-1961), poeta, funcionario judicial y dirigente comunista santanderino en los años de la República y una de las personas que el 28 de marzo de 1939 lograron embarcar en el mítico Stanbrook, partiendo de Alicante hacia Orán, donde vivió refugiado hasta el año 1957. José Luis, por lo tanto, no llegó a conocerle.     

Apolo Barrio GancedoApolo Barrio Gancedo

En estos meses me llegó la noticia de que se había producido la defunción en Madrid de mi amigo el actor Antonio Gutti, nacido Antonio Gutiérrez Gómez (1941-2020). La suya era la crónica de una muerte anunciada, puesto que durante la última visita que me hizo meses atrás le encontré muy desmejorado en una salud que había ido superando a trompicones los asaltos ininterrumpidos a un corazón muy debilitado, y en las peores condiciones para poder superar una situación sanitaria como la que hemos venido viviendo y también muriendo.

Se nos va en medio del silencio, del anonimato y de la modestia

No he visto información alguna, a nivel local ni a nivel nacional, de la desaparición de este hombre del cine y el teatro, que había dedicado cuarenta años de su vida profesional a interpretar diversos papeles secundarios en el cine, teatro y televisión, además del ejercer como crítico cinematográfico durante algunas temporadas. Por lo tanto, se nos va en medio del silencio, del anonimato y de la modestia que siempre caracterizaron a quien trabajó, por lo menos, en una docena de largometrajes, otros tantos cortometrajes, así como una extensa relación de series televisivas. Quiero en este escrito, dejar constancia de la existencia, resistencia y supervivencia de un hombre que también publicó unas memorias con el muy significativo título de Nacido para resistir (2007), una especie de adiós al trabajo fílmico, reseñadas en una entrevista que le hice en su momento (La Revista de Cantabria, 2008).

Nacido en los días finales del año 1941, se hallaba más próximo en edad al torrelaveguense Manolo Gutiérrez Aragón, con el cual nunca llegó a trabajar, que al que esto escribe. Sin embargo, yo le conocí en Torrelavega, donde siempre he creído recordar que ejercía como maestro al tiempo que daba recitales y colaboraba en las tareas artísticas de la Sociedad Cultural Prometeo, entonces presidida por el abogado Emilio de Mier Pérez (1938-1995): Nati Obregón y Fidel de Mier, supervivientes de aquella época ilusionante de la vida social local, sin duda tendrán recuerdo de Antonio Gutiérrez, como se llamaba antes de dejarse abducir nominalmente por la moda italianizante que le sirvió para proporcionar alguna personalidad artística a su auténtico apellido. 

Una vez trasladado a Madrid, siguió diversos cursos de interpretación y, al igual que su amigo Paulino Viota, conoció el rechazo en las pruebas de acceso a la Escuela Oficial de Cinematografía, pero intervino en los repartos artísticos de los largometrajes Simón Bolívar (Blasetti, 1969), Sócrates (Rossellini, 1970), Pena de muerte (Grau, 1973), Soldados (Ungría, 1977), Jaque a la dama (F. Rodríguez, 1978), Sus años dorados (Martínez Lázaro, 1980), Hierro dulce (F. Rodríguez, 1986), El día que nací yo (Olea, 1991), El florido pencil (J. A. Porto, 2002), Incautos (M. Bardem, 2003), Manolete (Mayjes, 2006) y Posdata (Escolar, 2006), así como en las series televisivas Curro Jiménez, Cervantes (Ungría, 1980), Lorca, muerte de un poeta (Bardem, 1987), La huella del crimen (Drove, 1990), Hospital Central y Cuéntame cómo pasó, entre las más populares. Ha sido colaborador de Cine Asesor (1979-1986) y crítico cinematográfico del diario Cinco Días (1984-1990), cuyas crónicas fueron recopiladas y editadas en los volúmenes Humo de plata (2007) y Las películas de toda una vida (2018).

Gutti en Cuéntame como pasóGutti en Cuéntame como pasó

Ha sido también de esos cómicos de legua de tan larga tradición en el teatro español, llevando a los pueblos sus espectáculos preparados al efecto para dar a conocer a los clásicos de una manera directa y amena, sintetizados en el montaje de creación propia Andares del romance

Bibliografía de Antonio GuttiBibliografía de Antonio Gutti

Siempre recordábamos que con motivo de nuestro conocimiento surgió la posibilidad de acompañarle a Madrid en su coche, partiendo del domicilio familiar en Soto Iruz, hasta donde llegué viajando por vez primera y única en el tren Santander-Ontaneda, que cubría el trayecto en unas cuantas horas. Pasando por delante de la que ahora es mi casa, y donde ha venido a visitarme frecuentemente Antonio, nunca imaginé que transcurridos más de treinta años Toranzo llegaría a ser mi pueblo de adopción.

Ahora, la tierra también nos une.  
   
En cuanto al escritor y periodista Jesús Pardo, puedo añadir algunas vivencias personales que aporten algo a cuanto Guillermo Balbona, Manuel Ángel Castañeda, Miguel Ángel Aguilar y, sobre todo, Luis Alberto Salcines han escrito y dicho acerca de la trayectoria de este personaje tan representativo del carácter santanderino, aunque él más que un STV se consideraba sardineriense, lo que venía a ser una variedad muy cualificada y por encima de los tradicionales hijos de Santander y chanis, aunque algo de ambos tipos locales encarnara también.

A Jesús Pardo de Santayana, (1927-2020) le conocí en el año 1984 preparando un ciclo de cuatro autores cántabros que después se quedaron en solo tres debido a la deserción a última hora de Elena Quiroga de Abarca (1921-1995), flamante académica a la sazón. Con obras de los tres se hizo una edición titulada Tres relatos, recogiendo textos de Álvaro Pombo, Alejandro Gándara y el propio Pardo.

Jesús PardoJesús Pardo

En realidad, mi intención primera había sido conocer a Pardo dos años atrás, con motivo de la anunciada presentación de su novela Ahora es preciso morir (1982), primera de una trilogía marcadamente autobiográfica y que contiene sus recuerdos de infancia y juventud santanderinas. 

La anunciada presencia en el Ateneo santanderino quedó suspendida, sin que nunca se diera una explicación acerca de la decisión adoptada

Aquel deseo se vio frustrado debido a que la anunciada presencia en el Ateneo santanderino quedó suspendida, sin que nunca se diera una explicación acerca de la decisión adoptada por la docta casa entonces presidida por el abogado Antonio (Totó) Zúñiga. La lectura de la novela me proporcionó las pistas suficientes como para suponer las razones por las cuales no se había celebrado el acto: en uno de los capítulos se aludía, aunque de pasada, a algunas de las características personales de un ateneísta a quien yo conocí y que, casualmente, era el suegro del presidente. Parece ser que el entorno familiar no estaba muy de acuerdo con aquella intromisión en la vida del pater familiae, lo cual, como podrá suponerse, sirvió para mejor propaganda en el lanzamiento de la novela, y quizás no quedara sin leerla ni una sola persona del nivel social al que ambos pertenecían.

En el transcurso de una comida en el Hotel Rhin el propio Pardo me corroboró esta versión de una anécdota que no era más que la punta del iceberg de otros sucedidos en cascada y que alcanzarían hasta la publicación del primer volumen de sus memorias, titulado Autorretrato sin retoques (1996).

En ese afán demoledor de hacer amigos que caracterizó a Jesús Pardo en su debut en la literatura de ficción no-ficción consiguió, además, coleccionar la enemiga de su propia familia (algo que también sucedió con Álvaro Pombo) y acabó sumando a la del padre Jesús Carballo, por una referencia no muy piadosa incluida en el último volumen recordatoria de algún episodio de cuando él iba al Museo de Prehistoria a sustraer libros de la biblioteca de su director.

Los componentes de la generación de Proel, a la cual por edad y cultivo de la poesía pertenecía de un modo tangencial, le apellidaron el sobaco ilustrado

Su afición por los libros era tal que los componentes de la generación de Proel, a la cual por edad y cultivo de la poesía pertenecía de un modo tangencial, le apellidaron el sobaco ilustrado, por pasearse siempre con algún libro bajo el brazo. Su apetito bibliófilo ha sido una constante hasta el último momento, de lo cual pueden dar fe los libreros de viejo Rodolfo Plana y Alastair Carmichael, con visitas dedicadas a rellenar los vacíos correspondientes a periodos delicados de su existencia.

Precisamente hablando de libros y sabiendo de las decenas de millares de volúmenes que guardaba en su domicilio madrileño de la calle San Quintín (un casual guiño galdosiano) obtuve el compromiso verbal de que llegado el momento pasarían a propiedad de la Biblioteca Municipal de Santander. Eran tiempos en los que se tenía muy presente el gesto similar tenido por Leopoldo Rodríguez Alcalde (1920-2007) y parecía fácil y adecuado adoptar la decisión de emular su generosidad.

No sé dónde habrán ido a parar aquellas colecciones de literatura escrita en diversas lenguas, las cuales conocía y cultivaba no solamente por su trabajo como corresponsal de periódicos madrileños, sino también por haber tenido la humorada de aprenderlas mediante su tenaz lectura. Tal y como están las cosas, me temo que a pesar de algún intento realizado por Eva Ranea, exdirectora regional de Acción Cultural, esos libros no habrían tenido cabida en ninguna biblioteca de Cantabria, como ha ocurrido con otras donaciones ofrecidas. 

-Para mí Santander es una obsesión.

Me decía en una entrevista que le hice (Alerta, 29/11/1989) y, efectivamente, creo que pocas personas han mantenido ese arraigo sentimental con el paisaje en el que, casualidades de la vida, no pudo nacer, aunque en él vivió toda su infancia y gran parte de su juventud. Caídas y recaídas, frecuentes durante un largo tiempo en su frenética carrera hacia la autodestrucción, no le hicieron perder su afición por la escritura, por los libros y por Santander (El Sardinero, dixit). La supervivencia de todo ello se lo debemos, en gran parte, a Paloma, su segunda esposa.   

De mi memoria ya evanescente: VI.-El silencio de los que se van y su recuerdo perplejo...
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