jueves. 28.03.2024

Cambio climático y terrorismo

Arabia Saudí ha apoyado y financiado directa o indirectamente, a través de donaciones privadas de sus élites, a los grupos yihadistas wahabistas, bien sea en Afganistán, Sudán, Siria o el Sahel. Toda esta capacidad de financiación saudí se obtiene gracias a la venta de petróleo, donde los países occidentales somos sus principales clientes.

Durante estos días se celebra la Cumbre del Clima en París (COP21). En ella, Jefes de Estado de 146 países se han citado para intentar lograr compromisos que puedan frenar el calentamiento global. Sin embargo, la cumbre no sólo servirá para discutir sobre emisiones, está sirviendo evidentemente para hablar sobre la lucha contra el Estado Islámico (ISIS). A pesar de la lamentable casualidad de que la cumbre se celebre pocos días después de los atentados de París, terrorismo y cambio climático están triste y estrechamente ligados.

El sistema energético global sigue teniendo en el petróleo y el gas natural dos de sus principales ejes. Este modelo no sólo conlleva funestas consecuencias medioambientales, sino que viene determinando la política exterior de las principales potencias, afectando directamente a la seguridad global.

Podemos constatar que la dependencia del petróleo es la que está condicionando en buena medida la lucha contra el terrorsimo yihadista

A estas alturas todo el que quiera conocer sabe que el terrorismo yihadista es promovido principalmente por una corriente suní radical minoritaria en el islamismo: el wahabismo, la cual se estima que es seguida por algo menos del 1% de los islamistas suníes. El wahabismo, que promueve la Guerra Santa o la Yihad contra todos los regímenes considerados impíos, especialmente contra otras ramas del islamismo como el shiismo y el sufismo, se ha extendido en las últimas décadas auspiciado por Arabia Saudí y Qatar. Sin el crecimiento y expansión ideológica del wahabismo, no se entiende la aparición de grupos terroristas como Al-Quaeda y las milicias del ISIS, por mucho que la política exterior estadounidense haya generado un buen caldo de cultivo para ello.

Arabia Saudí, cuya familia real está estrechamente enlazada con el origen del wahabismo, ha expandido esta corriente por dos vías. Por un lado, gracias a la autoridad e influencia que le proporciona el hecho de controlar los centros de peregrinaje más importantes del islamismo (La Meca y Medina), ha financiado la construcción de madrazas (escuelas religiosas islámicas) y mezquitas promocionando la expansión de la escuela wahabista fuera de Arabia Saudí. Por otro lado, ha apoyado y financiado directa o indirectamente a través de donaciones privadas de sus élites, a los grupos yihadistas wahabistas bien sea en Afganistán, Sudán, Siria o el Sahel. Toda esta capacidad de financiación saudí, como bien es sabido, se obtiene gracias a la venta de petróleo, donde somos nosotros, los países occidentales, sus principales clientes.

Lo que se ha denominado “guerra global contra el terrorismo yihadista” no debería ser una mera nomenclatura donde quepan medidas como los bombardeos sobre Siria

En Siria el interés de que este país esté controlado por un régimen “amigo” que facilite el control de los oleoductos y gaseoductos que conectan los pozos petroleros del norte de Irak con el Mediterráneo, es una más de las causas por las que EE.UU. y otros países europeos han apoyado los movimientos insurgentes sirios, si no la primera. Tras la aparición en el conflicto de milicias como Al-Nusra (brazo sirio de Al-Quaeda) o el ISIS, la táctica fue hacer la vista gorda, aun sabiendo de la brutalidad y peligrosidad de ambas. Durante estos años, recordemos que el conflicto sirio comenzó en 2011, se consideraba que ambos grupos eran actores que contribuirían al desgaste del régimen de Al-Asad, históricamente más próximo a Rusia que a Estados Unidos. Tanto el ISIS como Al-Nusra se financiaron en su inicio a través de donaciones privadas provenientes de las élites saudíes y de los países del Golfo Pérsico. Hoy son autosostenibles gracias al contrabando de petróleo y a las extorsiones que cobran a la población de los territorios que controlan. Ni la invasión de Irak por el ISIS provocó presión alguna a Arabia Saudí para controlar las transacciones que se hacían desde su territorio, como tampoco a Turquía para cortar la venta de petróleo de contrabando que se hacía por sus fronteras. No hubo ninguna reacción diplomática hasta los atentados de París.

A pesar de la presión a la que ahora sí parece que se está sometiendo a Turquía para que controle sus fronteras, más tras el derribo del caza ruso, nada parece que vaya a cambiar respecto a las políticas hacia Arabia Saudí. Podemos constatar que la dependencia del petróleo es la que está condicionando en buena medida la lucha contra el terrorsimo yihadista. Mientras Arabia Saudí tenga un rol insustituible en el suministro de petróleo a Occidente, difícilmente nadie podrá presionarle para que cambie su rol de promotor del yihadismo wahabita.

Hoy por hoy, en el COP21 no se ha considerado seriamente ninguna iniciativa que proponga un cambio de modelo de combustibles fósiles a energías renovables, y me temo que se está lejos de ello. Tampoco parece que el rol de Arabia Saudí esté en entredicho (¿para cuándo exigir a las petroleras la misma trazabilidad que por ejemplo a la industria alimenticia y saber así el origen del petróleo que utilizamos?). Pero lo que se ha denominado “guerra global contra el terrorismo yihadista” no debería ser una mera nomenclatura donde quepan medidas como los bombardeos sobre Siria, de dudoso resultado, dudosa legalidad y dudoso propósito, sino que debería de dar lugar a la discusión de asuntos que, como el modelo energético, afectan a la seguridad global tanto desde el punto de vista del cambio climático como del terrorismo.

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