viernes. 19.04.2024

Ha pasado un año desde que la COVID-19 llegase a España y comenzase a expandirse por todo el territorio nacional. En el pasado mes de marzo de 2020 comenzaron a establecerse las primeras medidas y restricciones, entre las que se encontraba una de las más duras para la sociedad española: el confinamiento domiciliario. 

Cuando el 14 de marzo Pedro Sánchez declaró el Estado de Alarma, la incertidumbre y el miedo se instalaron en toda la sociedad. “¿Qué pasará ahora? ¿Y los bares y los negocios, cómo vamos a seguir? ¿Y los niños, qué va a pasar con ellos?”, se preguntaron algunos. Después de 99 días, el 21 de junio toda España se estableció en una “nueva normalidad” que trastocaba por completo todo aquello que se había conocido hasta ahora.

Las costumbres y los hábitos de vida han cambiado. Pero el recuerdo de aquellos días seguirá presente en el imaginario de la sociedad. Especialmente entre aquellos que han sufrido los efectos que este nuevo virus ha provocado. Y es que, tras más de un año luchando contra este enemigo, los más perjudicados han sido los mayores y las residencias de ancianos, donde cada víctima de esta nueva enfermedad provocaba un “dolor inmenso”.

“No tenía miedo a morir, al final es algo que a todos nos va a tocar. Pero quiero vivir” 

Un año después de aquel cierre, varios usuarios de residencias explican cómo vivieron esos días de encierro. “Pensé que nunca volvería a ver a mi familia”, describe uno de ellos, quien dice además que “no tenía miedo a morir, al final es algo que a todos nos va a tocar. Pero quiero vivir, tengo muchas ganas de abrazar a todos mis seres queridos”.

Lo cierto es que muestras de afecto como los abrazos desaparecieron ese 14 de marzo. Ahora hay ‘abrazos prohibidos’ y miradas que son mucho más cómplices que antes. La COVID-19 ha provocado que el mundo se vea con otros ojos, y que la mirada transmita lo que antes podían hacer los abrazos.

Iván Ferrera, fisioterapeuta de la Residencia Geriátrica de San Roque, lleva más de un año trabajando y viendo “cómo la vida de miles de personas se hacía pedazos”. “Fue muy duro ver que los ancianos te veían como a un extraño vestido con un EPI, con mascarillas… Muchos preguntaban por su familia, esperaban el momento para volver a reencontrarse”, explica. 

Iván Ferrera, fisioterapeuta de la Residencia San Roque

Iván Ferrera, fisioterapeuta de la Residencia San Roque

En este sentido, también describe la situación de una mujer residente en el centro que “cada vez que su familia venía a verla, se echaba a llorar cuando se iban. No quería quedarse sola. Pero cuando tuvimos que restringir las visitas, el llanto de la mujer era un reflejo de la realidad”. Esa realidad a la que se refiere Ferrera es la soledad a la que miles de ancianos se vieron sumidos durante casi cuatro meses, y de la que “no podrán olvidarse jamás”.

Muchos de ellos perdieron la vida luchando contra un virus desconocido, un enemigo letal y sigiloso que, poco a poco, fue invadiendo las residencias de ancianos de cada comunidad autónoma. Una residente que perdió a un gran amigo en la residencia en la que ambos vivían asegura que “lo que más me duele es no haber podido dar el último adiós”. 

Por entonces, cuando se decretó ese primer Estado de Alarma,  el caos estaba instaurado en los centros sanitarios y en las residencias. Así, las primeras víctimas mortales empezaron a aflorar ante el descontrolado aumento de rebrotes en estos centros, y las familias, desoladas, temieron por la vida de sus seres queridos.

Vanesa Gómez es una joven de 21 años cuyo abuelo ingresó en una residencia hace dos años. Como recuerda, “al principio había mucha incertidumbre. Él no sabía lo que pasaba, y cuando nos llamaba nos pedía que fuésemos a verle”. El tiempo pasó, y aquellos mayores que aún pudieron conservar la cordura, entendieron la situación. “Teníamos bastante miedo porque a mediados de abril comenzó a haber un brote enorme y cada día más gente se estaba infectando. Cada vez que sonaba el teléfono temía por mi abuelo. Lo viví con mucha incertidumbre”, rememora.

Los trabajadores pasaron cada uno de esos noventa y nueve días junto a los residentes. Además, algunos de ellos se vieron desprovistos de equipos de protección individual (EPIs), por lo que tuvieron que recurrir a “utilizar batas que eran como plásticos”. Una sanitaria cántabra recuerda esos días y, aunque ella se reincorporase a trabajar en el mes de abril tras una baja laboral, asegura que fue “horroroso”. Aunque por entonces su centro fue uno de los pocos que no tuve grandes brotes ni casos de positivos por coronavirus, “el miedo estaba presente cada día”.

Más tarde, en el mes de noviembre, esta misma residencia sufrió un “brote enorme de COVID-19”. “Fue horrible. Ha sido una situación de pánico”, explica. Además, relata que “de 132 personas que éramos en el centro, la gran mayoría se contagiaron, y siete ancianos se libraron”. 

Este brote provocó que el personal tuviese que confinarse en sus domicilios, y que esta mujer, a pesar de tener una “muy buena comunicación con el centro de salud”, tuviese que estar “al pie del cañón cada día porque”, como describe, se “encargó del cuidado de muchas personas, y como la médico que estaba allí había pillado el ‘bicho’, tenía que seguir adelante”. Asimismo, ante el peligro y el miedo que le dio poder llegar a contagiar a sus seres queridos, estuvo “casi un mes viviendo fuera de casa”.

“Toda esta situación ha repercutido muchísimo en la salud mental” 

“Los residentes estuvieron viviendo en habitaciones de 12 metros cuadrados y, lógicamente, toda esta situación ha repercutido muchísimo en la salud mental, y no solo de los más mayores. A todos nos ha afectado esta situación”, relata. El lado más humano de las personas salió a relucir durante esos noventa y nueve días, especialmente al principio, cuando las muestras de solidaridad se vieron en las redes sociales, en las televisiones y en cada balcón de las calles solitarias.

“Estaban solos y fuimos su único apoyo, además de las conexiones que tenían con las familias”, relata esta sanitaria. “Rememorar esos días es duro, pero necesario. Todos aprendimos algo, y tenemos que seguir haciéndolo para poder salir adelante”, declara.

Pero, además de las residencias, muchos otros mayores vivieron el confinamiento desde sus domicilios. “Mi hijo podía venir de vez en cuando, y aunque echaba mucho de menos a mis nietos, sabía que no era el momento”, explica Julia López, que a sus 84 años rememora aquellos días. 

“Tenía que buscar la forma de entretenerme, de no perder la cordura”, señala. “Me ayudó mucho la televisión, pero, sobre todo, recibir llamadas cada día de mi familia. Les sentía muy cerca aunque estuviesen lejos”, explica.

Por otro lado, Ana Rosa Casanueva, es una mujer cántabra que, a sus 92 años, se disponía a viajar el pasado mes de febrero de 2020 para ver Las Fallas de Valencia. Lo que no sabía era que, al llegar al aeropuerto, sus planes de estar en familia se vieron interrumpidos por un virus que ha estado al acecho desde hace más de un año. 

Ana Rosa Casanueva

Ana Rosa Casanueva

“Pasé cinco meses en una casa a las afueras de Valencia. La mayor parte del tiempo estuve con mi yerno. Mi hija y mis nietos pudieron venir a veces. Los recuerdo como unos de los mejores meses de mi vida”, explica Ana Rosa, que en verano volvió a Cantabria. Además, asegura que lo que quiere es “vivir y disfrutar de cada momento. La vida hay que vivirla, y no podemos hacerlo con miedo”. 

Al igual que Julia López, esta mujer se refugió en el entretenimiento a través de las llamadas telefónicas, la lectura, e incluso la televisión. “No me puedo ni imaginar la soledad que sintió la gente que estaba sola, o incluso los que, aun conscientes de todo lo que pasaba, veían la vida pasar desde las ventanas de las residencias donde vivían”, dice, declarando que “la soledad también mata”.

“A veces lo único que nos queda en la vida es ser valiente y resistir”

Lo cierto es que el tiempo ha pasado, y la mayoría de víctimas mortales de la COVID-19 han sido los más mayores. Por ello, y con el objetivo de evitar, sin éxito, una nueva ola durante las navidades, se decretó el confinamiento perimetral de las diferentes comunidades autónomas. 

“Cuando mi hija me llamó y me dijo que no podía venir, fue como si me clavasen un puñal en el corazón”, explica Ana Rosa. “Esa misma noche me desperté de madrugada, y escribí en varios papeles que están repartidos por mi casa: ‘A veces lo único que nos queda en la vida es ser valiente y resistir’”.

Ha pasado un año desde que la COVID-19 llegase a España. Ahora hay miles de familias rotas, más de 70.000 víctimas mortales de un enemigo invisible, y una sociedad quebrada por el dolor. Los más mayores han resistido a tres olas de este nuevo virus, a cada cual más mortífera, y muchos de ellos ansían la libertad, el volver a vivir rodeados de abrazos, de cariño, pero, tal y como señalan muchos de ellos, “hay que esperar, queda poco, pero hay que pensar con la cabeza y con el corazón”. 

Muchos de estos mayores vivieron la Guerra Civil y la postguerra del siglo XX, y recuerdan esos tiempos. Ellos, que han sobrevivido y han creado un nuevo capítulo en la historia, son ahora el centro de la diana de la COVID-19. Sin embargo, las vacunas han provocado que estén seguros, que puedan volver a ser quienes eran, y que puedan, al igual que hicieron entonces, enseñar a reconstruir una sociedad quebrada.

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'A veces lo único que nos queda en la vida es ser valiente y resistir'

“Lo que más me duele es no haber podido dar el último adiós”
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