viernes. 19.04.2024

Lavapiés no es un barrio madrileño al uso. Sus orígenes árabes y hebreos le pusieron nombre, y la expulsión de sus fundadores dio pie al nacimiento del casticismo con los términos de Manolos y Manolas, con los que comenzó a nombrarse a la mayoría de personas que decidieron quedarse en sus calles. La presencia de una muralla que separaba Lavapiés del resto de barrios cristianos daría lugar a una serie de connotaciones de multiculturalidad que perviven hasta nuestros días.

La historia de este histórico y céntrico lugar está muy ligada a la inmigración. Fue centro de la llegada migratoria nacional durante el pasado siglo por sus bajas rentas y su localización, y en los 80 formó parte de los espacios frecuentados por una juventud liberada de la represión. En las últimas décadas se ha convertido en lugar de acogida para múltiples comunidades migratorias internacionales que conviven con los anteriores pobladores del barrio. Este contexto ha propiciado que en una zona relativamente pequeña de la gran ciudad hayan confluido numerosas asociaciones, movimientos e iniciativas que actúan en o al margen del sistema en busca de una mejora de las condiciones de vida de diferentes colectivos sociales. O simplemente de una forma de vida distinta.

Después de unos años 90 inestables, con la llegada del siglo XXI Lavapiés continuó acogiendo a personas de todos los lugares, al tiempo que se regeneraba a través de la apertura de todo tipo de establecimientos hosteleros, comerciales y culturales que construyeron, enmarcados en los ideales de los mencionados movimientos sociales, un gran centro cultural en la capital española: el mercado de San Fernando, la biblioteca de las Escuelas Pías, espacios de teatro y artes escénicas, jam sessions y conciertos, centros sociales muy distintos como La Tabacalera, La Quimera o el desaparecido Casablanca, innumerables bares y restaurantes nacionales e internacionales repartidos por todo el barrio.

“Hemos encontrado nuestro sitio en Lavapiés”

Ana González y Carmen Aja tienen 26 y 27 años, son amigas, abogadas y compañeras de piso. Se conocieron en la universidad y la primera casa que compartieron estaba en la Calle Valencia, en la parte baja del barrio madrileño más castizo. En estos cinco años han ido mudándose siempre dentro de las mismas fronteras: las plazas como Cabestreros o Agustín Lara, donde han compartido con los vecinos tantas risas y tantas latas; los bares de sus amigos de Senegal o Bangladesh, que no han dejado de visitar casi a diario; las librerías más alternativas y originales.

Ana es de Cudón y trabaja como abogada para una compañía internacional. Cada día se levanta mucho antes de su hora de entrada al trabajo, pero compensa tanto sueño en dos transportes públicos diferentes con las actividades culturales, las comidas del mundo y las copas cerca de casa. “Lavapiés es lo acogedor dentro de un lugar extraño. Me quedé aquí porque un sitio así te da vida”.

Carmen es de Herrera de Camargo, estudió en Madrid y uno de sus primeros empleos fue en un despacho en Alcorcón. Sin embargo, el boca a boca fue corriendo por el barrio y también hubo noches en que llegó a atender dudas sobre extranjería a las puertas del Candela. Hoy trabaja en derecho colaborativo y como abogada del sindicato Cobas, y tiene un lujo del que pocos residentes en Madrid puede disfrutar: va al trabajo andando.

Ambas están totalmente de acuerdo en lo mucho que echan de menos Cantabria, y regresan siempre que pueden, pero también su opinión es unánime respecto a Lavapiés: “Hemos encontrado nuestro sitio en este barrio”.

“No vivo en Cantabria por Lavapiés”

Elena Burua es una de las fundadoras del restaurante Achuri, una cooperativa que junto a otros cinco amigos – de los seis, cinco son cántabros -  montó en la Calle Argumosa hace ya dos décadas. “Estábamos en la Universidad, nos conocimos aquí y decidimos montarlo como una iniciativa de autoempleo, para tener un lugar donde trabajar”, cuenta.

Este proyecto horizontal, sin jefes ni encargados, funcionó tan bien que actualmente son 21 trabajadores, y el restaurante y la terraza no dejan de recibir gente desde por la mañana hasta bien entrada la noche. Eligieron Lavapiés porque ya estaban muy involucradas en el vecindario, muy activas en los movimientos sociales que desde hace décadas han ocupado casas, solares y plazas del barrio.

La idiosincrasia de Lavapiés como un lugar de migración y paso continúa en nuestros días. “Hay mucha gente que vive aquí unos años, porque le parece un sitio bohemio, es céntrico, les gusta, pero en un tiempo se van. En mi caso no es así, yo no vivo en Cantabria por Lavapiés. No viviría en Madrid si no fuera en Lavapiés”. Ha llevado a sus hijos al colegio público del barrio, trabaja al lado de casa, hace la compra en el mercado y muchas semanas ni siquiera tiene la necesidad de salir del barrio.

Lavapiés le permite vivir de la forma que escogió. “Me creo que se puedan hacer las cosas de otra manera, e intentamos reflejarlo en la forma en que trabajamos. Cuando el Achuri empezó a ir bien podíamos haber optado por contratar a otros y quedarnos en casa, pero seguimos trabajando. Somos un grupo de gente que vivimos de una determinada manera. No somos grandes consumidores, llevamos una vida lo más `sostenible´ posible, no queremos más que un sueldo digno para vivir”.

“Ya no es sólo lo que te implica a ti mismo, sino lo que con tu forma de actuar generas en tu entorno. Abrimos el bar con una filosofía que nos seguimos creyendo”, concluye Elena.

“La mitad de mi vida ha transcurrido en Lavapiés”

La primera vez que llegó a Madrid aterrizó en la calle Olivar. De esto hace treinta años. “Ahí tenía 30 años, y el otro día cumplí 60, así que ya soy un híbrido mitad cántabro, mitad de Lavapiés”, cuenta entre risas Rom, un santanderino que vivió el apogeo del mítico Candela, situado en la calle donde vivió por primera vez, que en los 80 fue centro de reunión de grandes del flamenco como Camarón.

Desde entonces, han pasado muchas cosas. La última: hace un mes ha abierto un puesto de productos de Cantabria en el Mercado de San Fernando, el mercado central del barrio, hoy más vivo que nunca por la perfecta armonía entre las fruterías, carnicerías y tiendas de ultramarinos; los bares y tiendas gastronómicas; y los establecimientos de artesanía o de comida para llevar. Rom llegó a través de amigos que ya trabajaban en el mercado. Su primera incursión fue una exposición de lámparas de madera que él mismo fabrica: “No vendí ni una, pero me enteré de que se quedaba un puesto libre y me animé a abrir algo aquí”.

Y así nació la idea de El Saja, como se llama su puesto creado también en madera por él mismo. Un microcrédito hizo el resto.  Aún  está empezando, pero su idea es ir sacando el negocio adelante, conseguir más medios, e invertir para traer muchos más productos de Cantabria. En su espacio, además de comprar, también se pueden degustar un vino, una cerveza o un queso de la Tierruca, precisamente en estos días en el marco de la iniciativa Tapapiés, que intenta promocionar la hostelería del barrio cada año durante unos días en el mes de octubre.

“Aquí se dan cosas que es difícil que puedan suceder en Santander. Que un grupo de gente con una determinada manera de vivir se junte en un proyecto asociativo como este mercado, por ejemplo. Esas cosas son las que me enamoraron de aquí”. Pero ningún sitio es perfecto, y Rom también extraña muchas veces su tierra: “Se echa mucho de menos el mar”.

De Cantabria a Lavapiés
Comentarios