Pertenecemos a las hechuras de la naturaleza

Dependemos de los luceros adiamantados, y palpitamos y resplandecemos continuamente como las estrellas que se entretienen escondiéndose y apareciendo, sorprendidas y sorprendiendo ininterrumpidamente porque seguimos vivos, otra vez y otra, las veces necesarias, como el río que hace sonar los cantos.

En el despertar de una mañana,

viendo, en el pasillo del colegio,

la cara inocente y alegre de un niño

y expectantes sus ojos.

 

Pertenecemos a las hechuras de la naturaleza, a la fuerza y al músculo de los caballos percherones trepidantes y brutales, dispuestos a empujar grandes cargas... Pertenecemos a la flor lejana.  ¿Lejana? Comúnmente no se entiende que cuanto tenemos, cuanto somos, la educación y -cuanto más crecemos-, dejemos lo mejor, la flor, para los demás, sin haber hecho lo propio, en apariencia, con nuestros afines y allegados, con nuestra sangre y amigos, con nuestra filia, como dicen en Argentina. 

Lejos de ser un placer de casa ajena, es, más bien, la fuerza ineludible, y que arrastra por doquier el aluvión del aprendizaje, de todo lo digerido justamente con nuestros propios, con los de nuestra sangre, a quienes, sin embargo, parece no haberles tocado nada del festín en el delta de la desembocadura de nuestro río vital.

Pero, ¿no les ha tocado nada? Si no somos dueños de nada, y, sin embargo, lo somos de todo... Precioso misterio humano y natural, lejano, a veces, a nuestro entender. Porque ¿de quién son las plantas y los colores de la lluvia y atardeceres, siempre cambiantes, nunca los mismos en cada suspiro? ¿De quién la sonrisa de un niño?

Son, como nosotros, de la naturaleza. No nos pertenecen, ni los hijos. "Tus hijos no son tus hijos, son hijos e hijas de la vida, deseosa de sí misma", decía el poeta libanés Khalil Gibran. Tan sólo somos el cauce y caudal del agua de la vida, que sale y brota a borbotones, y cuando quiere. Somos los cantos rodados, las piedras rodantes, los rolling stones, recitábamos en clase.

Pasamos por la vida, vivimos, con las melenas revoloteadas, frente a cualquier ventisca, con los ojos firmes, inalterables y avizor en cualquier dirección, como los trepidantes y sabios caballos independientes y libres a la carrera, que nadie osa parar ni imaginar.

Dependemos de los luceros adiamantados, y palpitamos y resplandecemos continuamente como las estrellas que se entretienen escondiéndose y apareciendo, sorprendidas y sorprendiendo ininterrumpidamente porque seguimos vivos, otra vez y otra, las veces necesarias, como el río que hace sonar los cantos.

Admirados por una intención similar, podremos gozar seguramente de una mayor autodeterminación, porque cuanta más autodeterminación, más autonomía y más naturaleza.

Debemos quitarnos todo razonamiento que crezca unidimensionalmente, para "estudiar" de alguna manera, o mejor, hacer posible una fe en la vida, de una forma pluridimensional. Debemos del mismo modo resistir las funestas consecuencias del fanatismo del retroceso, procediendo si se puede con un estilo diferente al encontronazo, sin emoción alguna, y siempre con buen humor y constantemente amables siempre con los demás con el fin de que su presión ceda ante nuestra sugestión o atracción, con la certeza de que el posible abatimiento se combate con la confianza en la esperanza o esperanzas de la vida."


 

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