Cuando Madrid era Texas

Taylor Swift, cuyo talento, carisma y personalidad no sólo no cuestiono, sino que aplaudo, pues no cabe otra reacción, había vestido de sí misma a toda una ciudad

No hace tanto de aquello. Nuestra ciudad se convirtió en una aldea texana durante 48 horas, cual hechizo ceniciento.

Uno, que iba a sus cosas, andaba con prisa por el Paseo de la Castellana viendo como los antaño pandilleros, los del barrio de siempre, los inmigrantes varios, los vecinos de "toda la vida", se habían evaporado dejando su lugar a un ejército de poseídos seguidores de Taylor, "swifties" a diestra y siniestra.

Se habían conjurado sin que la gran artista se lo pidiera, para tirarse al asfalto disfrazados con lo más parecido que encontraron a la estética de su ídolo. De modo incondicional.

Creían ellos, que así eran un poco más ella, o bien que la harían sentirse como en Nashville.

Siempre he sido reacio a las grandes turbas de gente, a la idolatría de cantautores o bandas, por más que me guste su música

Llegué a ver en mi trayecto de autobús hasta a 3 generaciones juntas, ataviadas con más ilusión que acierto, con corpiños plateados brillantes, botas de espuela, "bracelets" de hermandad de swifties, rematado en lo alto con un sombrero al más puro estilo J.R. Todo ello adquirido, apuesto, en el socorrido chino del barrio por 20€.

No me sorprendió subido en el bus, descubrir lo parecido que podía llegar a ser el acento de Dallas al de Madrid, Sevilla o Cáceres... por un día.

Era el fenómeno Fandom en su máxima expresión. Taylor Swift, cuyo talento, carisma y personalidad no sólo no cuestiono, sino que aplaudo, pues no cabe otra reacción, había vestido de sí misma a toda una ciudad. Taylor que dispara el PIB de la ciudad que pisa. Una chica capaz de sacudir con su opinión los pronósticos de la carrera presidencia norteamericana, una influencer de las de verdad, había venido a vernos.

113 millones de personas siguen sus andanzas en redes sociales, como premio a una carrera honesta y carismática, sin mencionar sus incontables galardones y records. ¡La chica de provincias lo ha conseguido!

¡Chapeau, Taylor!

Los fans, ebrios de euforia no contenida, intercambiaban pulseras de fraternidad, se abrazaban y algunas iban incluso equipadas con pañales para que la incontinencia no les privara de 2 minutos de éxtasis musical.

Tengo que confesar que, siendo como soy un enamorado de la música, de toda la que "llega" y siendo yo fácil de emocionar con una buena canción interpretada y contada desde el alma, siempre he sido reacio a las grandes turbas de gente, a la idolatría de cantautores o bandas, por más que me guste su música, a los iconos, a idealizar a quien hace grande esta profesión.

Nunca he colgado posters de mis cantantes favoritos en la pared de mi cuarto, si bien permití a mi querido hermano pequeño, ahora menos (no querido, sí pequeño), la licencia de profanar la pared de nuestra habitación común, con un póster del colorista grupo Parchís.

Madrid puede llegar a ser Texas, Barranquilla, o un barrio porteño, según quién haga el "soldao" de turno

Tengo que añadir a mi desapego por el culto al ídolo musical, el hecho de que las masas, la turbamulta, en general, me descolocan, me agobian y me despojan de mi identidad para adquirir la ajena.

Prefiero, en mi rareza, ser un melómano que disfruta y se conmueve con la música sin más testigos que el que la interpreta y yo.

Andan los artistas de hoy más afanados en hacer "soldaos" pues así suena en boca de todos el anglicismo que se comió el "agotó entradas". La gente ya no consume música de la misma forma. Ha cambiado la industria, el paradigma, las formas, el soporte, los mercaderes...

Ya no se compra música, ni CDs, ni DVDs, se oye en Spotify o se ve en directo en esos conciertos que cuelgan el "Sold out".

Se me antoja irónico que hoy, en la era de internet, de la IA, de la aldea global, en pleno auge de la cultura del individualismo, de la transformación tecnológica, el cordón umbilical de la estrellas de la música con su público, no sea una plataforma de streaming ni una pantalla táctil, sino la secular e irremplazable simbiosis del artista con su público. El (casi) contacto físico con quien ha ocupado un lugar en su imaginario, en sus carpetas adolescentes, en sus sueños.

Madrid puede llegar a ser Texas, Barranquilla, o un barrio porteño, según quién haga el "soldao" de turno.

Aunque sea con pañales, o vestido de JR.

Termina el concierto. La carroza de Cenicienta es ya una calabaza para el recuerdo de una noche histórica e histérica.

Yo, como rara avis que soy, me sigo emocionando hasta el llanto con temas que me llevan a lugares y momentos que ni recordaba. Y lo hago como dice el maestro, cuando nadie me ve, lejos de los focos, del griterío....

¡..Y de Texas!

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