TURISMO

Del verde profundo del Éufrates al azul índigo del Mediterráneo

Un paseo por el amor y la muerte a través del desconocido sudeste turco

Probable cueva de un anacoreta en Adamkalayar
Probable cueva de un anacoreta en Adamkalayar

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A veces desconocemos por qué elegimos viajar a un lugar. Otras, creemos saberlo. 

En el avión casi vacío que volaba de madrugada entre Estambul y la remota Gaziantep,  yo intentaba en vano dormir después de un día interminable de vuelos y aeropuertos.

Bazar de Gaziantep
Bazar de Gaziantep

Miren, una muy querida novia de juventud con la que compartí un viaje por Antioquía y la costa turca cuarenta años atrás, me había llamado para decirme que los médicos acababan de darle muy poco tiempo de vida. Miren pertenece a una clase de parejas primerizas que algunos tuvimos la suerte de conocer. Esas que aparecen y desaparecen, y nunca terminan de irse de tu vida.

La experiencia es idéntica a mis recuerdos de cuatro décadas atrás

No podía soportar lo que Miren me decía. En una reacción precipitada saqué un billete a aquel lugar en el que fuimos tan felices. Luego empecé a preguntarme cuánto de aquella decisión era huir del destino que ella representaba. Pero tampoco cancelé el vuelo.

Un puesto de frutos secos en Gaziantep
Un puesto de frutos secos en Gaziantep

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Como sucede con frecuencia en lugares que están en ninguna parte, Gaziantep está llena de atractivos. El sabor de Oriente Medio predomina sobre el ya intenso carácter otomano. Recorro el atestado bazar dividido por gremios. No hay turistas. Entre el martilleo de los damasquinadores me siento a tomar un té con una baklava en uno de esos cafetines mínimos ubicados bajo los arcos de la plaza de un antiguo caravanserai.

La experiencia es idéntica a mis recuerdos de cuatro décadas atrás. Me invade una ola de felicidad pensando que aún soy aquel chico de veintipocos que entraba en trance cuando se encontraba en lugares como este. Pronto comprendo que si ahora lo viese pasar ante mí o escuchase sus argumentos lo consideraría un extraño. Y un ingenuo soñador. También un imbécil.

El castillo romano de Rumkale sobre el Éufrates
El castillo romano de Rumkale sobre el Éufrates

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Al día siguiente de que Miren me llamase con su noticia, crucé el país para encontrarme con ella. Ya tenía mi billete para Turquía, pero por un cauto pudor no le dije nada. Nuestro encuentro fue dolorosamente frío: los dos sabíamos. Cuando uno sabe y el otro no, o incluso cuando el otro sospecha pero no quiere saber, todo es más fácil. Traté de aportar calor. Le hablé aquellos días lejanos de Antioquía, pero no encontré complicidad. Miren estaba devastada. Hundida.

No supimos despedirnos. Solo nos dimos un silencioso abrazo ¿Hasta cuándo?

Bajé llorando las escaleras de su apartamento. Sabía que ella hacía lo mismo al otro lado de la puerta.

El pueblo semiinundado de Halfetti
El pueblo semiinundado de Halfetti

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Viajé con Miren por el sur de Turquía durante el verano, pero ahora estamos a finales de octubre. Ocupo parte de la fresca mañana en alquilar un coche. A cincuenta kilómetros al este de Gaziantep los sucesores de Alejandro construyeron un puente de barcas sobre el gran Éufrates. Era el punto de cruce de una ruta comercial con Oriente por el que después pasaría la Ruta de la Seda. 

Junto al puente floreció la ciudad helenística de Zeugma, cuyos magníficos mosaicos se exponen en un museo de Gaziantep. No iré a Zeugma. Uno de los embalses construidos en el Éufrates anegó sus ruinas y queda muy poco para ver. 

Pero unos kilómetros hacia arriba el río se encañona entre impresionantes acantilados sobre los que asientan las murallas de una fortaleza romana llamada Rumkale. 

Rodeado de turistas que no dejan de hacerse fotos, simulo ser uno de ellos. No busco llegar a algún lugar. Más bien huyo de otro

En una hora me planto allí. Las vistas son inolvidables. Rumkale significa castillo romano. Por la ruta comercial que cruzaba el Éufrates llegaban otras cosas además de mercancías. San Juan predicó y vivió en Rumkale, asegura la tradición.

Un barco turístico navega junto a los vertiginosos farallones y nos deja tiempo para comer en el en parte sumergido pueblo de Halfeti. El único que no quedó bajo las aguas del embalse. 

Mientras degusto unos mezze sentado en una terraza sobre el lago, se me viene encima un alud de angustia.

¿Qué hago yo aquí? Rodeado de turistas que no dejan de hacerse fotos, simulo ser uno de ellos. No busco llegar a algún lugar. Más bien huyo de otro. Mi viaje es por mi interior. 

Miren. La enfermedad y la muerte siempre nos sorprenden haciendo el gilipollas. Me duele profundamente su sufrimiento. Y su próxima muerte, que es un reflejo de la inevitabilidad de la mía. 

Me he alejado de ella cuando más me necesita ¿Soy un cobarde? Sin duda. Pero un valiente es un cobarde con coraje. Y el coraje no se fabrica. Se tiene o no se tiene.

La gitana, el mosaico más famoso de Zeugma en el museo de Ganziantep
La gitana, el mosaico más famoso de Zeugma en el museo de Ganziantep

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De retorno de Rumkale, paseo bajo el castillo de Gaziantep, primero hitita y luego romano, para ir pasando a manos de un desfile de imperios cuyos restos se encuentran en el formidable y nuevo museo arqueológico de la ciudad. Tampoco lo hubiese visitado de joven. Teníamos entonces cosas más apasionantes que hacer.

En el museo conviven las figuras telúricas de sabor mesopotámico del arte hitita con las armoniosas formas helenísticas. Al compararlas se enfrentan dos visiones del mundo casi opuestas. Una extraña, otra familiar. Me resulta difícil eludir el pensamiento de que salvo La obras de algunos griegos geniales, la mayor parte de la escultura helena, y más aún la romana, parecen conceder demasiado al buen gusto. Un arte democrático, apto para multitudes. Clasicismo pop. 

Recorrido
Recorrido

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Abandono Gaziantep aún de noche, como un ladrón. Presiento que aquí no quedan novedades que me entretengan. Y que si me quedo más tiempo las ideas depresivas me atraparán

El alivio de dejar todo atrás. La carretera brilla bajo el frío sol de otoño como un río que ondula hasta difuminarse en el neblinoso horizonte. Dulce engaño de sentir que no hay pasado ni futuro. Tengo varias horas hasta Antioquía. A la que deseo y temo llegar.

El centro de Antioquía ascendiendo las laderas del Monte Stauris
El centro de Antioquía ascendiendo las laderas del Monte Stauris

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Conocí a Miren en las Peceras, una sala de estudio de la Universidad cuyo rancio olor ahora inunda mi memoria. Una inquieta melena negra sobre una mirada dulce de color castaño claro. Ella pertenecía a una familia de abogados y venía de otra provincia atraída por el prestigio de Deusto en la carrera de Derecho. 

Con Miren entré en un relajado universo de barbas, melenas y fulares. Tomar vinos por Deusto o las Siete Calles, correr delante de los grises en los jardines de Albia y asistir a interminables discusiones de teoría política entre la jungla de escisiones de teóricos de la izquierda. Estudiar, lo justo. 

Enseguida dejé el piso de mi familia y me instalé en su buhardilla, mantenida con el dinero que le enviaban sus padres. Siguieron esos intensos años de la salida del cascarón.

Un desayuno oriental
Un desayuno oriental

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Antioquía es hoy la abandonada por el gobierno turco capital de Hatay. Una región que siempre perteneció a Siria, fue protectorado francés tras la Primera Guerra Mundial y en 1938 pasó a formar parte de Turquía tras un cuestionado referéndum. Pero en la Antigüedad era la tercera urbe más rica y populosa del mundo tras Roma y Alejandría. Un punto clave en las relaciones con Oriente.

Entro en la ciudad al atardecer. Ha crecido enormemente y no la reconozco. El corazón de la vieja Antioquía está junto al río Orontes. Desde allí, entre cúpulas, minaretes y banderas turcas identifico las callejas del casco antiguo trepando por las faldas del monte Stauris.

Como todas las ciudades fronterizas, Antioquía rebosa mestizaje y ganas de vivir

Miren y yo pasamos una semana en la pequeña Pansyon Dogubeyazit. Consigo encontrarla. Se ha extendido a todo el edificio y ahora se llama Otel Dogubeyazit. Estoy seguro de que la mujer que me atiende en recepción es uno de los niños que jugaban en la puerta, hijos de los dueños. Se llama Yildiz. Me lo confirma. Sus padres ya no viven.

Estamos junto a la frontera siria, muy cerca de Alepo. Como todas las ciudades fronterizas, Antioquía rebosa mestizaje y ganas de vivir. Me interno por las calles retorcidas de la parte vieja buscando un sitio para cenar mientras escucho conversaciones en turco, árabe y alguna lengua que no identifico. Paso junto a sofisticados pubs decorados con antigüedades orientales y narguiles en las terrazas. En una, regentada por unas chicas, me siento a cenar un baba ganoush y una ensalada de bulgur con tomate, cebolla y especias. Y al fin encuentro la paz.

Mosaico helenístico en el museo de Antioquía. Disfruta de la vida, dice la inscripción
Mosaico helenístico en el museo de Antioquía. Disfruta de la vida, dice la inscripción

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Una mañana fría y soleada. Me sirven un desayuno mesopotámico, 16 platillos de manjares de la tierra. Luego salgo a caminar por el centro: Mezquitas, una iglesia ortodoxa, otra católica, una sinagoga. Paso entre callejas que se interrumpen, suelos y muros dispares, fuentes para abluciones  bajo casas otomanas de madera y arcos que ya no soportan ningún edificio. Un caos pacientemente creado a lo largo de siglos de invasiones, saqueos, demoliciones y terremotos. 

No quedan edificios antiguos en Antioquía. Al igual que en Alejandría, la ciudad helenística está debajo de la actual. En cuanto se excava aparecen los exquisitos mosaicos que figuran en la colección más grande del mundo, ubicada en el museo de la ciudad. Allí sobrevive el carácter burlón de sus antiguos pobladores en una imagen de Dionisos borracho que se apoya en un viandante o un esqueleto echado sobre almohadas mientras bebe de una copa junto a un ánfora con vino y una barra de pan. “Disfruta de la vida”, dice la inscripción que le acompaña.

Junto a antiguas tumbas excavadas en la roca hay una gruta que los cruzados cerraron convirtiendo en una iglesia

Asciendo por el casco viejo hasta Kurtulus Caddesi, por cuyas casas otomanas continúo hasta llegar a la cuesta que conduce a los acantilados del monte Stauris. 

Allí, junto a antiguas tumbas excavadas en la roca hay una gruta que los cruzados cerraron convirtiendo en una iglesia. En ella San Pedro se reunía con sus primeros seguidores aprovechando una filtración de agua como pila bautismal. 

Al principio, los apóstoles visitaban sinagogas buscando renovar el judaísmo. Cuando comprendieron que su mensaje calaba mucho más en los gentiles empezaron a asumir que estaban inaugurando una nueva religión. Hubo que dotarla de una liturgia y unos fundamentos tomados del helenismo, el judaísmo y los cultos persas. Fue en torno a este lugar donde se oyó por primera vez la palabra griega cristianoi.

Afuera hay una vista panorámica de Antioquía, de pronto resaltada por el canto del almuédano, que va repitiéndose como un eco de unas mezquitas a otras.

Grabo un vídeo de la escena y se lo envío a Miren.

“¿Dónde estoy?”, pregunto.

La respuesta no tarda en llegar: “¿Antioquía? ¿Qué haces ahí?

Le sigue una foto de una habitación de hospital.

“Miren, ¿te han ingresado?”.

“No estoy mal. He mejorado un poco. Mañana me dan el alta”.

La Columna de Simeón en el centro de las ruinas del monasterio de Saman Dagi
La Columna de Simeón en el centro de las ruinas del monasterio de Saman Dagi

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A 29 kms. de Antioquía en dirección a la frontera siria se encuentra Saman Dagi, “la Montaña de las Maravillas”, en cuya cima sobreviven las ruinas de un monasterio construido en torno a una columna. Fue la última de varias en las que el estilita Simeón vivió encaramado. En esta, durante 45 años. Este Simeón, llamado el Joven, había nacido en Antioquía en el año 521. Se le nombra así para diferenciarle de su tocayo conocido como el Viejo, un innovador asceta que inventó la estrafalaria moda de vivir en lo alto de columnas, trending topic durante siglos entre los anacoretas de Oriente Medio.

Simeón, que devendría en santo milagrero internacionalmente reconocido, instaló su primera columna cerca de la de su maestro Juan. Y es que entre mortificación y mortificación, una parrafadita con el maestro rozaba lo pecaminoso pero reconfortaba el alma. Aun queda la base del pilar en medio de las ruinas, con el pequeño podio en el que se apoyaba la escalera de mano para subirle el alimento. ¿Qué comería el criado de un asceta?

Praanosh Chaparien
Praanosh Chaparien

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Anoche me llamó Miren, intrigada por mi viaje. Una voz débil. Le hablé de los sitios que recorrimos y de cómo los encuentro cuarenta años después. También de los que estoy descubriendo. Le describo mis conversaciones con Yildiz, la recepcionista del hotel Dogubeyacit, a la que conocimos siendo una niña. Percibo que me escucha embobada. “Llámame otro día y sigue contándome, por favor”, me dice. “Me hace mucho bien”. Al fin un aliciente para este viaje al sinsentido. 

Porque no le he hablado de este fantasmal vagabundeo por lugares idénticos pero a la vez extraños a los que existen en mi memoria. Tras el rastro de unos jóvenes en quienes ya no me reconozco. Los sitios no existen como tales. Son inseparables de la experiencia de quien los transita.

Una calle del casco antiguo de Antioquía
Una calle del casco antiguo de Antioquía

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Junto a la Montaña de las Maravillas se halla el monte Musa (o Moisés), con unas soberbias vistas sobre el mediterráneo sirio. Casi en su cima se asienta Vakifli, el único poblado armenio en Turquía. El único superviviente al genocidio perpetrado por los otomanos. 

Compro una shawarma y me siento a comerla en un banco junto a un anciano sentado en su silla. Mi vecino se llama Praanosh Chaparien y tiene el verbo fácil.

Dicen los que saben que los mitos nunca sucedieron, pero que nunca dejan de suceder

“Fue en 1915”, me explica en un perfecto francés que me supera. “Aquí la gente resistió a los turcos durante casi dos meses. Salvaron la vida porque la marina francesa vio una pancarta pidiendo ayuda que habían colocado en la costa. Fueron rescatados y transportados a Port-Said, para devolverlos en 1918 cuando Hatay quedó bajo jurisdicción francesa”.

“Veo que en el pueblo también hay turcos ¿Cuántos armenios quedan?”.

“Aquí vivían casi 5.000. Ahora somos poco más de cien. Cuando los franceses se fueron en 1938 porque Turquía se había anexionado Hatay, casi todos emigraron. Mis abuelos a Líbano, donde yo nací. Veníamos en vacaciones. Luego mis padres, ya mayores, quisieron volver. En cuanto pude les seguí”. 

Vakifli, que estaba en decadencia, ha renacido en los últimos años como un símbolo de la resistencia armenia. Un lugar al que peregrinan compatriotas de todo el mundo.

“¿Volverán los otomanos, Praanosh?”.

“Cualquier día”, me dice con una sonrisa triste. “Estate preparado”.

Apolo y Dafne de Bernini. Wikipedia
Apolo y Dafne de Bernini. Wikipedia

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Después de hacer el amor, la expresión de Miren se transfiguraba. Su mirada adquiría un brillo angélico. Su rosto resplandecía. Yo me quedaba mirando el prodigio, embobado. No necesitaba más.

Dicen los que saben que los mitos nunca sucedieron, pero que nunca dejan de suceder. En las afueras de Antioquía, en un bosque de laureles y cascadas hoy casi arrasado por la expansión de la ciudad, cada día sucede –en nuestras mentes– el mito de Dafne. Apolo, cegado por el deseo persigue a la ninfa Dafne, y esta implora a su padre, el dios Ladón, quien la convierte en laurel en el momento en que es atrapada, dejando al frustrado Apolo abrazado a un árbol

Cuando nos enamoramos nos atamos a un rostro, una expresión, el fugaz arabesco que traza el movimiento de un cuerpo

El laurel se convertirá en un símbolo de Apolo. Y el lugar, llamado Dafne, albergará un templo del dios. Aquí, con mucha probabilidad se casaron Marco Antonio y Cleopatra. Porque con los siglos se fueron agregando otros templos, baños, palacios, fuentes,  ágoras y luego iglesias y hasta un anfiteatro. Casi nada de lo que hubo se ha podido recuperar.

Me siento a tomar un té en la patética alberca rodeada de restaurantes que queda de tanta magnificencia.

Cuando nos enamoramos nos atamos a un rostro, una expresión, el fugaz arabesco que traza el movimiento de un cuerpo. Son espejos. La fascinación la fabricamos nosotros. El objeto amado es una dorada manera de expresarnos. Lástima que tantas veces tarde o temprano se transforme en un laurel.

La Columna de Jonás
La Columna de Jonás

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Una mañana me despido de Yildiz y salgo hacia la costa. Altas montañas separan Siria del Mediterráneo turco, excepto por las Puertas Sirias, un collado que todos los conquistadores que llegaron aquí tuvieron que superar.

La carretera asciende dejando a la derecha el castillo de Trapezac, escenario de sangrientas batallas entre cruzados y musulmanes y corona en la ciudad de  Belén, entre montes cubiertas de bosques.

Al otro lado, hacia el mar, se encuentra Issos, una estrecha faja de tierra entre las montañas y la costa. Alejandro la aprovechó para enfrentarse al mucho más numeroso ejército del rey persa Darío, evitando así que este pudiera desplegarlo. La victoria de Issos le dio la llave de Egipto. 

La carretera discurre paralela al Mediterráneo. Antes de llegar a Iskenderun hay una playa de guijarros junto a un derruido monolito llamado la Columna de Jonás. La tradición asegura que aquel fue vomitado aquí por una ballena. Parece que la Biblia adaptó esta leyenda a su relato. Siento que el lugar esconde un secreto y paseo intrigado por la orilla, pero no se me revela. Los enigmas son mudos.

Las murallas de Karatepe, a la izquierda
Las murallas de Karatepe, a la izquierda

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Los dos maravillosos años vividos con Miren finalizaron cuando descubrimos que estaba embarazada. Ella no se atrevía a revelarlo a su familia salvo que nos casáramos. Para mí el matrimonio era una institución trasnochada y una traición a mis principios. No había salida. 

Tras amargas discusiones, un día me dijo que se iba unos días al extranjero. Al volver supe que había abortado.

En las noches siguientes me despertaba soñando con un feto que tenía mi cara. De pronto nuestra felicidad se convirtió en un infierno. Yo había terminado la carrera y en esos días recibí una oferta de trabajo en Madrid. Salí de allí sin mirar hacia atrás.

A la izquierda Azatiwata cazando un oso, a la derecha Bes, una divinidad egipcia
A la izquierda Azatiwata cazando un oso, a la derecha Bes, una divinidad egipcia

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Hace 2.800 años que Azatiwata, uno de los príncipes supervivientes a la caída del imperio hitita se hizo construir un palacio amurallado en un perdido lugar entre montañas, bosques y ríos, que hoy se llama Karatepe. Azatiwata hizo grabar en la entrada del palacio un texto en fenicio junto a jeroglíficos luvitas que permitieron traducir esta lengua. En él se describe como descendiente de la diáspora de héroes troyanos tras la caída de aquella ciudad. Un mandatario inusual, que no se ufanaba de su poder militar sino de la paz y prosperidad ganadas para su pueblo. 

Protegidas por anchas murallas de 4 metros, las estancias están decoradas con relieves de la vida cotidiana. Macizas y toscas figuras describen un mundo insondable por el que desfilan cortesanos y militares en sus extraños atuendos, músicos y sirvientes. También raras esfinges de cabeza humana y  divinidades de Egipto y Fenicia.

Se hace tarde y quiero llegar a la costa, donde es más fácil encontrar alojamiento. Recalo en Ayas. La temporada turística se ha acabado. Doy un largo paseo junto a la playa desierta, entre locales cerrados y luces moribundas. Una lánguida tristeza por el tiempo ido. Como la mía.

Arriba camareros y abajo músicos en una fiesta palaciega
Arriba camareros y abajo músicos en una fiesta palaciega

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Encontré a Miren por casualidad, años más tarde. Una época difícil en la que ambos estábamos separándonos de nuestras parejas. Ella tenía un niño. La atracción saltó de nuevo como un resorte. Volvió la ilusión, ahora más adulta. Fui a vivir con ellos, pero el niño no me aceptaba. Esta vez me retiré a tiempo, antes de que todo se estropease. 

A veces es necesario alejarse para que sepamos cuánto seguimos queriéndonos. Otras veces las heridas se interponen y solo se puede querer a distancia.

Yilankale, el castillo de la serpiente
Yilankale, el castillo de la serpiente

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Solo fue un hermoso sueño. Los armenios, sojuzgados primero por los romanos y luego por los bizantinos, cayeron en poder de los turcos seljúcidas en 1071. Quizá su primera diáspora empezó aquí. Muchos huyeron a Cilicia, la región entonces bizantina en la que me encuentro ahora. Las élites armenias se rebelaron contra los bizantinos y así recrearon una copia de su país en otro lugar. Se le llama la pequeña Armenia.

Con la caída del reino, los armenios con recursos huyeron a Europa en otra diáspora. Aún les quedarían unas cuantas

El sueño duró casi 200 años. Para mantenerlo se aliaron con los cruzados y luego con los mogoles para defenderse de sus mortales enemigos mamelucos. Estos últimos acabaron con el sueño en 1375. Levon V, su último soberano, fue acogido por el rey Juan I de Castilla, quien lo nombró gobernador de Madrid.

Con la caída del reino, los armenios con recursos huyeron a Europa en otra diáspora. Aún les quedarían unas cuantas. La última en Ngorno-Karabaj, en 2023.

Así que Cilicia está llena de castillos armenios construidos sobre fuertes romanos y luego ocupados por cruzados, mamelucos y otomanos. Uno de los más espectaculares es Yilankale, el Castillo de la Serpiente. Hay que trepar entre sus muros para llegar a las torres. Pero desde ellas diviso las inmensas llanuras de Cilicia entre la cordillera de Taurus y el mar. Ay, si Praanosh estuviera aquí conmigo.

Caos de tumbas romanas, bizantinas y turcas en Kanlidivane
Caos de tumbas romanas, bizantinas y turcas en Kanlidivane

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Cada noche llamo a Miren. Los lugares que he visto y conocimos juntos conducen una charla a través de nosotros mismos. Largas conversaciones terapéuticas. Y algo más. El corazón me dice que estamos volviendo a empezar otra vez

¿Sin futuro? A la mierda el futuro.

Sarcófagos y edificios funerarios en Kanlidivane
Sarcófagos y edificios funerarios en Kanlidivane

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Viajo paralelo al mar, siempre hacia el oeste. Dejo a un lado Tarso, patria de San Pablo, una ciudad de denso pasado del que apenas quedan vestigios. La costa está trufada de antiguos asentamientos griegos y romanos, pero me desvío a Kanlidivane. Es un sitio inquietante. Una gigantesca grieta abierta en la tierra, en cuyas profundas paredes se divisan relieves de retratos funerarios romanos. En torno a la grieta, una enorme ciudad de los muertos. Tumbas helenísticas, luego romanas, más tarde bizantinas y finalmente turcas. También hay ruinas de tres iglesias, como construidas para exorcizar la intensa emanación telúrica del lugar. Una fuerza que hasta un lego como yo percibe.  Deambulo al azar entre el caos de sarcófagos volcados y desmochados edificios funerarios. Cuando el sol se pone me siento sobre un capitel. Pienso en Miren. El viento susurra entre las hojas. Como muertos que me hablasen con sus torpes lenguas de barro. No sé lo que dicen. Pero sé qué quieren decirme.

Pescadores en Kizkalesi con el castillo armenio al fondo
Pescadores en Kizkalesi con el castillo armenio al fondo

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“Has acertado“, me dice Miren. “No te arrepientas de haberte ido. Yo estoy aquí muy bien acompañada. Tú me traes cada noche un tesoro. Sigue y no te preocupes por mí. Ya habrá tiempo”.

Tiempo. Todo me empuja a seguir esta absurda peregrinación. Si algo temo es volver demasiado tarde.

El Templo de Zeus en Olbia Caesarea
El Templo de Zeus en Olbia Caesarea

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Me detengo en Kizkalesi, una localidad balnearia con un castillo armenio ubicado en un islote frente a la playa, uno de los escenarios más impactantes de la costa turca. Solo queda un hotel abierto. Desayuno junto a los únicos clientes, una pareja nórdica de jubilados que pasan el invierno aquí. “Nos encanta la paz de este lugar”.

Doy un paseo por la desolada playa y llego a nado hasta el castillo, cuya construcción legendaria se atribuye a un sultán que quiso proteger entre sus muros a su hija frente a la profecía de que moriría por una mordedura de serpiente. Pero la serpiente entró oculta en un cesto de pan. La vanidad de desafiar lo inevitable. De eso estoy aprendiendo.

Relieves funerarios en Adamkalayar
Relieves funerarios en Adamkalayar

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Viajo hacia el interior hasta Olbia – Diocesarea, con su gigantesco templo helenístico de Zeus. Pasado el acueducto se llega a la necrópolis. Allí camino sobre miles de fragmentos de cerámica funeraria a través de un estrecho valle de roca cubierto de sarcófagos y tumbas excavadas en los acantilados ¿De dónde salen tantos muertos?

De retorno a Kizkalesi paro en Adamkalayar, un cañón cuyas cimas están cubiertas de edificios funerarios romanos. Lo mejor son unos nichos con relieves del siglo I, tallados en la pared del cañón. Es necesario destrepar por el acantilado y casi nadie los visita. Merecen la pena. El misterio anida en los mensajes que las figuras de los muertos pretendían transmitir. Un hombre junto a una vaca. Una matrona de gesto implacable. El más interesante representa al difunto –un soldado romano–  rodeado de sus hijas y su mujer. Un perrito se yergue a dos patas sobre el lecho de esta, queriendo participar en la escena. Resulta conmovedor el anhelo de unión familiar en torno a la figura del muerto. Una armonía que nunca existió. Ante la fatalidad, dibujamos como vivido lo que no tuvimos el valor o la suerte de conseguir mientras fue posible.

Las dos bocas de la cueva ofrecen vistas privilegiadas del cañón y sus paredes, llenas de cavidades como esta

Parece haber más figuras en la pared y me embarco en una delicada travesía sobre el precipicio. No las hay, pero encuentro una extraña cueva con dos bocas que contiene un asiento esculpido. Alguien abrió un surco en la pared para dirigir el agua de un pequeño manantial hacia una cubeta excavada más abajo. También hay agujeros en el suelo que sostuvieron columnas de madera. Las dos bocas de la cueva ofrecen vistas privilegiadas del cañón y sus paredes, llenas de cavidades como esta ¿Quién eligió este inaccesible lugar para vivir? ¿Cazadores del neolítico? Un eremita, más probablemente. O ambos, en diferentes épocas. Me acomodo a disfrutar del paisaje en el asiento labrado, como haría su constructor hace decenas de siglos.

El cañón desde la boca de la cueva
El cañón desde la boca de la cueva

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“Hoy los médicos me han hablado de otra manera”, me dice Miren por la noche. “Hay un hilo de esperanza”.

La abrupta costa cercana a Anemorium
La abrupta costa cercana a Anemorium

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Al oeste de Kizkalesi los montes Tauro se despeñan en la costa. Abruptos acantilados cubiertos de pinos contra un mar azul índigo. Llego a Anemorium, una espectral ciudad bizantina de desmoronados muros. En su necrópolis, tumbas de forma cilíndrica asoman entre arruinados mausoleos con bóvedas de cañón. Mientras nado en una cala adyacente descubro columnas sumergidas de una antigua iglesia. Las buenas noticias de Miren han disipado esa sensación de confuso deambular que me recuerda al poso que deja la vida. Pero por la noche no me coge el teléfono.

Tumba troncocónica en la Necrópolis de Anemorium
Tumba troncocónica en la Necrópolis de Anemorium

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Aquel viaje con Miren nos llevó hasta Halicarnaso, hoy Bodrum. Esta mañana un mensaje de su hijo ha interrumpido mi intento de repetirlo. Inesperadamente la han encontrado muerta hace unas horas. Se acabó. Ya nunca llegaré a tiempo. Conduzco hasta Alanya para coger el primer avión de regreso.

Anochecer en Alanya
Anochecer en Alanya

CODA

No había superado aún el duelo por la muerte de Miren. Tres meses después de mi regreso, llegó en febrero la noticia del terremoto de Antioquía y Siria. 60.000 muertos. La ciudad, convertida en escombros. Me pregunto qué habrá sido de Yildiz. Y de mi amigo Praanosh.

Nos quejamos de no ser felices porque somos ridículamente exigentes. Olvidamos que no tenemos ningún control sobre los acontecimientos. La felicidad es sencillamente estar vivo. Solo se empaña cuando te dicen que te quedan unas semanas de vida. Y aún así.

A veces desconocemos por qué elegimos viajar a un lugar. Otras, creemos saberlo. La vida es un viaje. Y así en los viajes como en la vida.

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