El último gaitero de las Cícladas
Si los continentes son islas entre océanos, las islas son continentes concentrados. Folegandros, el continente más pequeño de las Cícladas se debate entre mantener su identidad o diluirse en la mascarada del turismo masivo griego
NO NOS ENGAÑAN, SOLO DEJAN QUE NOS AUTOENGAÑEMOS
“Folegandros, la joya desconocida del Mediterráneo”. “Folegandros, el último secreto de las Cícladas. No te lo puedes perder”. Estos titulares y otros aún más engañosos abundan en las redes y los medios de comunicación.
Le damos al clic y la transparencia turquesa del mar en las fotos de esos reportajes nos transporta a un sueño. Les sigue una descripción de maravillas en la que la felicidad parece por fin un derecho. Y la saliva cae de nuestra boca como si fuéramos un perro ante una salchicha.
Es natural que deseemos intensamente ir allí. No lo es olvidar que la publicidad es una industria para ganar dinero dirigida a millones de personas. Su objetivo es excitar nuestro deseo y que vayamos todos. Pero a partir de cierto número se cruza la línea que convierte los paraísos en infiernos.
Nos tratan como a idiotas. Aunque existe otra inquietante posibilidad: que realmente lo seamos.
DONDE EL DIABLO PERDIÓ EL TRIDENTE
Folegandros es un pedrusco lanzado con ira por Zeus sobre el Egeo. La más pequeña de las Cícladas, 32 km2. Belleza áspera, casi brutal. Un terruño agreste y reseco sobre cuyas laderas generaciones de labradores consumieron sus vidas apartando piedras y excavando terrazas que descienden hasta los mismos acantilados. Un lugar remoto, destino de destierro para políticos caídos en desgracia desde los tiempos de Roma hasta los años 60.
Y entonces sí. En los 80, la oscura maquinaria de vender felicidad moviendo a la gente de un lugar a otro descubrió la olvidada Folegandros. Ya era el último conejo griego que podían sacar de su chistera.
EN VERANO FIESTA, EN INVIERNO PENITENCIA
El hombretón que atiende la empresa de alquiler de coches en Karavostasis, el único puerto de la isla, me inspira confianza. Le manifiesto mi extrañeza porque no me retenga una garantía bancaria en caso de accidente.
–Solo hay 11 kms de carretera en toda la isla –me dice. –Y además, si tienes un accidente ¿Por dónde te vas a escapar?
–Esto es una familia –continúa para responder a mi pregunta sobre la población de la isla. –Aquí no llegamos a 800 personas.
–Y en invierno?
–El invierno es terrible. Hay días en que el viento te vuelve loco. Verás como los limoneros se envuelven en un muro de piedra para que no los dañe. Yo solo me quedo en la isla durante 6 meses. El resto lo paso en Atenas.
EL ÚLTIMO EN SALIR QUE APAGUE LA LUZ
Desde antes de Homero, todo griego que se precie –más si nació en una isla– ha soñado con tener un barco para navegar y enriquecerse. Lo prueba un desvencijado carguero superviviente de los 70 amarrado en el pequeño puerto de Karavostasis. Ahora se llama precisamente Odysseas, pero bajo la brillante pintura nueva resiste otro nombre en relieve de al menos una vida anterior, cuando fue propiedad de otro seguidor de Ulises.
Un incesante tráfico de camiones carga arena de sus bodegas ¿Arena? Ya no son joyas, ni bronces ni hermosos vestidos, como en la Odisea. Ahora se trafica con arena. Arena para construir más casas. Muchas.
Y es que para qué ir a comerciar con los extranjeros si ahora son ellos quienes llegan a la isla con el dinero quemándoles los bolsillos.
¿La degradación medioambiental? ¿El destrozo paisajístico? ¿La pérdida de identidad? Que apague la luz el último.
AL FIN LA PAZ, Y NO LA DE LOS CEMENTERIOS
He llegado a tiempo. Las encaladas urbanizaciones como hechas a troquel que infestan el Mediterráneo entre Marbella y Lesbos ya han empezado a romper la austera nobleza de estas colinas. Pero aquí aún hay vida. Todavía se cultiva la tierra. Cuando el turismo masivo se impone, las tierras de labor se abandonan a la especulación y al dinero fácil. Eso lleva a un cambio de estilo de vida basado en la cifra. Todos se enriquecen. Pero solo por fuera. No suelen darse cuenta de que a la vez se están empobreciendo por dentro.
Aisladas o en mínimas aldeas se ven granjas y hasta algún paisano con un burro. No escucho el estrépito de motores, ni el incesante tráfico de quads, motos y coches de turistas que conducen como cabras repitiendo también en vacaciones el estrés del que venían a escapar.
La inmensidad de la luz azul y el silencio nutren un desconocido órgano de nuestro interior. Es ese Mediterráneo con el que todos soñamos, cada vez más difícil de encontrar. Pero estamos en mayo. No quiero pensar lo que sucederá en verano.
A VECES EL PROGRESO SIRVE PARA AÑORAR LAS VENTAJAS DEL ATRASO
En Pano Meria, la más rural de las tres poblaciones de Folegandros, hay un museo etnográfico. Con variaciones locales, los objetos describen la decadencia de un modo de vida cuya dureza hoy nos parece insoportable. Pero desde el mundo de comodidades físicas que ha traído el progreso tendemos a olvidar la moderna pesadilla de presión psicológica, soledad y estrés que nuestros abuelos no soportarían.
¿Dónde está el equilibrio?
DIFERENTES MANERAS DE SER ZORBA EL GRIEGO
Entro en una pequeña tienda de alimentación en Pano Meria y encuentro que dentro hay dispuestas algunas mesas para comer. La tienda-restaurante rezuma autenticidad. La regenta Eirini, una mujer joven junto a su abuela –seguramente la depositaria del saber culinario familiar– que atiende a su nieto de pocos años.
Acompañado de decenas de fotos de parientes que me miran desde las paredes me siento a comer fassoulaki –judías verdes–, con ese sabor que solo una huerta casera puede procurar.
Después pruebo la matsata, una variedad local de pasta fresca, sencilla pero cocinada con maestría.
Una foto de un hombre tocando una gaita me llama la atención ¿Gaitas aquí?
–Es mi tío Giannis tocando la tsabuna. En Folegandros se escucha el violín, el laúd y un tambor al que llamamos toubi. Pero él fue el último gaitero de la isla –me explica Eirina. –Ya nadie en la isla sabe tocarla…
–…Sí, las costumbres se van perdiendo… –continúa. – Es una pena. Aquí llevamos una doble vida. La de siempre con las familias y las tradiciones, y la de los que llegan. El invierno y el verano…
EL ENGAÑOSO BLANCO DE LAS CÍCLADAS
Imposible dejar de mirar, una y otra vez. El blanco caserío de Hora está situado bajo una cumbre piramidal hacia la que un camino encalado zigzaguea en busca de las cúpulas como merengues de la iglesia de Panagya. Esta imagen, que secuestra la vista, ha recorrido el mundo para convertirse en la mejor promoción turística de Folegandros.
Como Hora, capital de la isla, se abrió al turismo más tarde que otros lugares, el desarrollismo no destruyó su estructura urbana original, que es la de una ciudadela cruzada del siglo XIII, heredada por los venecianos. Las casas se apiñan contra los doscientos metros de un precipicio sobre el Egeo. Afortunadamente no se permite el tráfico rodado. Hora tiene varias plazas con sus taverna y las clásicas mesas y sillas griegas de madera a la sombra de frondosos árboles. La claridad de las calles, con antiguas casas encaladas y una decena de iglesias inmaculadamente blancas, invitan al paseo.
Aunque todo está tan repintadamente de blanco que empalaga un poco. Y es que no se debe confundir lo bonito con lo bello.
Los pueblos de las Cícladas nunca fueron blancos, sino del color de la piedra y el barro. Necesitaban camuflarse a la vista de invasores y piratas. Pero en 1938 el gobierno griego decretó que las casas fueran encaladas en un intento de frenar una epidemia de cólera.
El boom turístico de las décadas posteriores se inventó el blanco deslumbrante como una seña de identidad de las islas, hasta el punto de que hoy es impensable escapar de ese color complementado con el azul.
Ofrecer a quienes llegan la imagen prefabricada que quieren encontrar es sin duda rentable. Solo tiene el inconveniente de que uno empieza a dejar de ser lo que realmente es.
LA LUZ QUE NO CESA
Una mañana de últimos de mayo aparco como puedo en la estrechísima carretera que termina en la aldea de Livadi. Continúo a pie siguiendo las señales que guían hasta la playa.
Aparte de un lugar de moda en los meses de verano, Folegandros como su vecina Sifnos, es un destino deseado por trekkers algo más que maduritos, que recorren sus sendas en primavera y otoño. La isla cuenta con una quincena larga de playas y calas escondidas entre acantilados, a las que muchas solo se accede caminando o en bote.
La senda no es cómoda. Ante mí se abre un valle desértico. Resecas colinas cubiertas de piedras y matojos. A medida que asciendo, a izquierda y derecha van apareciendo las ruinas de granjas abandonadas, con unas extrañas estructuras enlosadas de forma redonda en torno a las que los burros giraban para trillar el cereal.
Al inicio del valle se encuentra el único pozo del lugar. Parece imposible que aquí se pudiera vivir de la tierra.
Tras cruzar un collado, la inmensidad azul. Una bajada vertiginosa conduce a la luminosa playa de Katergo, con aguas como un cristal transparente. Al fondo, las siluetas de Sikinos e Íos. Una excursión y un baño. Bienvenido al paraíso.
DONDE APRENDIMOS LAS VIRTUDES DEL DIÁLOGO
A pesar de algunos signos de Mykonización, Hora mantiene un encanto especial. Me siento en una terraza a observar esa costumbre tan griega de hacer la vida en la calle. Al atardecer las sillas se van ocupando por extranjeros y locales mientras se eleva un murmullo de charlas sosegadas. Esa costumbre en decadencia que llamaban diálogo.
No puedo dejar de pensar en todo lo que en esta isla –como en el resto del mundo– se va perdiendo ante el avance imparable de una monstruosidad economicista sobre la que hemos perdido el control. El abandono de una sabiduría que tan bien representa el gaitero Giannos Lidis y su conocimiento perdido ¿Quedará algún otro Giannis en las Cícladas? Quizá, pero si es así no por mucho tiempo.+
Su paisano Heráclito ya nos dijo hace milenios que nada es permanente y todo es cambio.
Que el alma de los sitios se vaya apagando, sustituida por sucedáneos insípidos podemos llamarlo cambio. Pero todos sabemos que es otra cosa.