sábado. 20.04.2024

No se puede luchar contra unos zapatos de tacón cuadrado y un maquillaje de monja, aunque me solté un par de mechones del moño y, prendí un vistoso broche de cristal en la solapa de mi traje, el espejo seguía reflejando lo que cualquier multinacional espera de uno de sus cuadros directivos: que no se note demasiado que es una mujer.

Así vestía yo desde que el director de recursos financieros rehusó ofrecerme asiento en la mesa de juntas. “Disculpe la confusión. La había confundido a usted con la nueva secretaria” ―dijo, mientras echaba una mirada innecesariamente pronunciada sobre mi precioso vestido―. Los demás le rieron la gracia. En cuanto cobré mi primer sueldo me compré un buen traje, y luego otro, y un tercero, y uno más, y así ascendí, ofreciendo siempre un aspecto cuidadosamente neutro, plano, asexuado como un ángel recién encarnado en director de oficina; respetando siempre esa norma nunca escrita, pero implícita en cada promoción, de asemejarme a un hombre.

Resignada, me volví para coger la gabardina, entonces oí con claridad que una voz susurraba desde el fondo del armario: “Aún estás a tiempo. ¡Llévame a mí!”

Dudé. Con la lluvia azotando sobre los ventanales no parecía el día más indicado para ponerse un vestido, además, aunque la invitación que habíamos cursado decía claramente “etiqueta: cóctel”, de sobra sabía que esa frase no iba dirigida a mí. Aún así, retiré la funda que protegía el susurrante vestido rojo y lo coloqué un momento sobre mi pecho para ver el efecto: el canalla latía como un corazón alegre. A toda prisa me enfundé unas medias; cogí unos zapatos de tacón de aguja que guardaba en el altillo del armario; me pinté una raya negra al ras de las pestañas del párpado superior y los labios de rojo. Al llegar a la calle, salvé de un salto el charco que se había formado junto a la acera y entré en el taxi. Diluviaba.

¿Por qué no? Acababan de blindar mi contrato con una sustanciosa indemnización en caso de despido. Al fin formaba parte de ese pequeño grupúsculo al que todas las empresas colma de atenciones por navidad. Había llegado. Mimetizada con el mobiliario gris de las oficinas, pero lo había hecho. No tenía de qué preocuparme.

Sorteando cuidadosamente los cables que cruzaban la alfombra del salón de actos me acerqué a Lucas, responsable de la campaña publicitaria. Habíamos cenado juntos la noche anterior para ultimar los detalles de la presentación del nuevo producto financiero. Cuando nos despedíamos me comentó que su padre también trabajaba para la multinacional, se llamaba Lucas, como él, pero todo el mundo le conocía por García, García  a secas.

Aquél es mi padreme dijo, señalando hacia el fondo del salón.

Miré en la dirección indicada. En torno a una mesa con canapés se arremolinaba un grupo de auxiliares administrativos y un joven, en prácticas, de la sección de informática. García se acercó a ellos, tomó una copa de vino blanco; alabó los vestidos de las mujeres; dio unas palmaditas al nuevo y siguió avanzando entre los diferentes grupos sin encontrar acomodo en ningún sitio. Sin duda, García sufría la ingrata soledad de los mandos intermedios: su puesto como director contable le impedía confraternizar con los subalternos y resultaba insuficiente para incorporarse a los jefes de sección que aguardaban expectantes, al pie de la tribuna de oradores, el discurso del nuevo director de la zona norte. Cuando por fin reparó en Lucas se acercó hasta nosotros con paso resuelto y entonces dijo aquello:

¿Qué hace una chica como tú con el imbécil de mi hijo?— preguntó, sobrevolando mi escote desde su metro noventa de estatura.

Lucas apretó la mandíbula y miró al suelo:

Tiene un hijo encantador contesté, intentando pasar por alto su torpeza―. Y muy atractivo, si me permites la galantería añadí, dirigiéndome a Lucas.

García levantó una ceja. Él también era apuesto. A su edad, conservaba unas facciones armoniosas y tenía una nariz recta que le confería un soberbio perfil de moneda romana. Pero esa tarde, se había conjurado contra él la necedad:

¿No vas a darme un par de besos, guapa?

No acostumbro a tener esas confianzas con mis empleados, Señor García contesté, retrocediendo un paso.

García me miró con la sonrisa congelada como una herida abierta.

No me has dado tiempointervino precipitadamente Lucas. Te presento a la nueva directora de la zona Norte: Teresa Hernando.

Es un placer, señoraculebreó García. Disculpe mi torpeza.

No tiene importanciacontesté.

Pero mentía: de no haber sido por Lucas, su relación laboral hubiera acabado con un cese fulminante. Una persona que es capaz de ofender a su hijo para hacer una gracia, es un riesgo para la empresa. Además, tampoco me gustó esa mirada sobre mi escote y menos aún las alabanzas de los vestidos de las secretarias.

Si nos disculpa, va a dar comienzo el acto. Tengo que llevarme a su hijo.

García respondió con un golpe de talones y una inclinación de cabeza.

Me consolé pensando que solo tendría que verle una vez al mes para cuadrar el balance, pero García se hacía el encontradizo en la máquina del café; llamaba a la puerta de mi despacho con informes que ni le había pedido, ni necesitaba; elogiaba mi talento cada vez que la ocasión se lo permitía y, en definitiva, hacía cuanto estaba a su alcance para borrar la huella de nuestro primer encuentro.

Pero sus esfuerzos solo conseguían irritarme. Así que, una mañana que me felicitó por mi peinado, el mismo moño de todos los días, solicité que me trajeran el organigrama de la empresa y organicé un par de traslados pendientes, nada llamativo, lo suficiente para librar un puesto de director en las nuevas oficinas de Bilbao. Pero García prefería renunciar a un incremento salarial del veinte por ciento  y comer en su casa, aunque las dietas también corrieran por cuenta de la empresa.

Entonces, saqué un folleto del segundo cajón de mi mesa y comencé a desgranar las innumerables ventajas del plan de jubilación anticipada que la empresa ponía a disposición de sus empleados. Comprendía perfectamente que un hombre de sesenta y un años tal vez quisiera disfrutar de un merecido descanso en lugar de asumir el reto de organizar las nuevas dependencias de Bilbao, cuya expansión precisaba de una persona con empuje, quizás una mujer, concluí, con una sonrisa encantadora. Aceptó agradecido.

En la cena de navidad, García siempre saca a relucir la tarde que nos conocimos y luego añade, mirando a mi suegra “Hay que ver, lo bien que se deshizo de mí”. Yo me río. Miro al niño trotando sobre sus rodillas mientras le replica que su nueva hermanita será astronauta como él y, a pesar de que comparte con su abuelo esa extraordinaria efigie de moneda romana, siempre le digo a Lucas, muy bajito, para que no me oiga nadie:

Afortunadamente, no se parece a tu padre en nada.

García
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