viernes. 29.03.2024

Quevedo, los ministros y ‘La escuela de los vicios’

Quevedo nunca se mantuvo callado. Habló mediante sus escritos en momentos difíciles en los que parecía indispensable no protestar para no exponerse y arriesgarse.

Todo está inventado. Está todo el pescado vendido, al menos en las sentinas de la corrupción. Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645), nace en Madrid, de una familia hidalga de Cantabria, y vive a caballo de las monarquías de Felipe III y de Felipe IV, desgarrándose en el principio de la desoladora y lacerante hegemonía de una economía y hacienda de miseria en el país, una política en el exterior funesta y catastrófica y una arbitrariedad excesiva de la autoridad en sus validos e incondicionales: así, una patria identificada con el patriotismo moral y hostilizada por el enriquecimiento de unos pocos y el desvalimiento de la mayoría de la sociedad enviciaba el modelo social y hacía que la degeneración y la peste de las malas prácticas y corruptelas ocupasen toda la escena de la Administración. De ahí que satirizase el escritor del Siglo de Oro:

“El cadáver no se queja de los gusanos que le comen, porque él los cría; cada uno mira que no se corrompa, porque será padre de sus gusanos”.

Dos metáforas que trasladan e identifican al Estado y al sistema político en clara referencia a un cadáver, y compara a la clase política, jueces y altos funcionarios con los gusanos.

Lo peor que tienen los gusanos debe de ser que ignoran su condición de gusanos. Entonces, España podría ser perfectamente una manzana horadada, de un modo múltiple, por estos invertebrados. Pero, ¿cómo trabaja esa podredumbre? Unas cuantas frases estereotipadas quizás nos ayuden a saberlo: - Mi honor está limpio y de ninguna manera voy a renunciar a mi escaño. - Yo, por esa persona, pongo las manos en el fuego: su comportamiento es irreprochable, porque hay que ser considerados y tolerantes. Yo mantengo la importancia de la exculpación. - Estamos en la política por una misión hacia la sociedad. - Una apreciable generalidad de los que yo sé son personas intachables. - Haz sitio, por favor. - ¿Cómo está lo mío? - Mi capital y mis bienes tienen una procedencia íntegramente saneada y legal.

Nunca cejó en sus diatribas de hacer diana en los banqueros, los poderosos, los ministros, reyes, jueces y jerarcas de la Iglesia

Quevedo nunca se mantuvo callado. Habló mediante sus escritos en momentos difíciles en los que parecía indispensable no protestar para no exponerse y arriesgarse. Las imprudencias costaban caras y podían dar con los propios huesos en el destierro (dos años en su Torre de Juan Abad, en Ciudad Real) o en el encierro (cuatro años entre las bajas temperaturas del Convento de San Marcos de León), pero él nunca cejó en sus diatribas de hacer diana en los banqueros, los poderosos, los ministros, reyes, jueces y jerarcas de la Iglesia. Y, como un clásico que es, su creación sigue siendo válida y eficaz a través de los siglos. Por eso, después de 400 años, los discursos políticos y las sátiras de Quevedo hacia estos especímenes reaparecieron hace cinco años en el Teatro Nuevo Apolo de Madrid con La escuela de los vicios escenificada por la compañía ‘Morfeo Teatro’ que dirige Francisco Negro. Por desgracia, los textos del escritor madrileño, con ascendencia en Vejorís -Cantabria-, son todavía un modelo actual; por fortuna, el público asistente ha celebrado con hilaridad este sarcasmo delirante y descabellado, disfrutando con la corrupción de la gente que se cree importante y a nadie ya le importa.

LA ESCUELA DE LOS VICIOS DE QUEVEDO, EN CAMARGO

Esta obra volvió a los escenarios españoles, concretamente este verano en Camargo. Y volverá a otros escenarios. Mientras tanto, nos queda deleitarnos con la lectura de esta extraordinaria inspiración del Siglo de Oro, que nos ha dejado su poesía, sus obras satírico-morales, el teatro. Sus obras políticas, ascéticas y filosóficas siempre nos atraen por su rigor y su nivel literario. Excepcional traductor no tanto del griego y sí del hebreo, del latín, francés e italiano, nos acerca a su vasta cultura y a una época que, en dos siglos, no supo administrar su apogeo y cayó en la más despreciable miseria económica y de valores. Sin embargo, la literatura siguió siendo la fedataria de lo que sucedía, la crónica con estilo de la malversación de la hacienda pública por parte de los servidores públicos, de los que precisamente tenían la responsabilidad de hacer una sociedad más justa e igualitaria. Los literatos como Quevedo, eran el mejor y más noble recurso para aliviar el amargor y la amargura, el desconsuelo y el chasco, adonde habían llevado los gobernantes y abrevadores de la Corte.

¿Qué sería de una sociedad sin esa libertad de expresión que los necios o ‘listos’ tratan de erradicar?

Porque, ¿qué sería de una sociedad sin esa libertad de expresión que los necios o ‘listos’ tratan de erradicar? Estaríamos doblemente indefensos. Esa libertad sanea el alma de las gentes mediante la sátira y la ironía. Le dice Hamlet, príncipe de Dinamarca, hombre justo y que simula estar loco con el fin de poder condenar el período de tiempo que le tocó  vivir, a Polonio, un bribón chaquetero y solícito carroñero de estómago agradecido y que representa lo podrido, el gusano político de los que hablaba Quevedo anteriormente en su cita. Le aconseja de esta guisa:

Mi buen amigo, cuidaréis de que los Cómicos estén bien atendidos. ¿Oís? Haced que los traten con esmero, porque ellos son el compendio y breve crónica de los tiempos. Más os valdría un mal epitafio para después de muerto que sus maliciosos epítetos durante vuestra vida (William Shakespeare: Hamlet, Acto II, esc. 2ª)

Por otra parte, los objetos de la burla son sujetos activos de la misma. Es decir, ahora, por fortuna o por desgracia, los críticos, cómicos, y nuestros queridos dibujantes gráficos que, en tan pequeño espacio, nos alumbran todos los días sobre la realidad del país tienen su oficio asegurado, no tienen que devanarse mucho los sesos, tienen un menú muy variado para llenar sus viñetas: los personajes de las mismas parece que se dan codazos para ponerse a la cola diaria y recibir su ración de acerbo humor y de correctivo, como le sucedía al leal Polonio. No quieren pasar desapercibidos. Y así, si nos alejamos mucho más en el tiempo, que no de la sátira, leemos que ya en el Antiguo Testamento no era conveniente para ciertas personas -que estaban en boca de todos y eran objeto de bufa- que fuesen olvidadas. Canta esta sátira dirigida contra una meretriz: 

Toma la cítara, recorre la ciudad,
ramera olvidada,
acompaña con tiento, multiplica los cantos,
para que se acuerden de ti.

Isaías, 23, 15-16

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