Esta Navidad es una perfecta Nadidad. Pariente cercana de la nada, ese sustantivo femenino que nos pone de vez en cuando en nuestro humildísimo sitio. La nada se parece extraordinariamente a ese 0,00001 por ciento de posibilidades que tenía el 72897 de llevarse el Gordo. La Navidad, sin oropel, gentío ni juerga, es la actual Nadidad.
En esa nada a la que nos ha reducido un enemigo invisible estaba pensando el gran Pepe Hierro cuando escribió su genial soneto. “Después de todo, todo ha sido nada/a pesar de que un día lo fue todo”, iniciaba así el prodigioso vate calvo el poema dedicado a su nieta Paula.
Triste Nadidad, quizás a tono con el plúmbeo discurso de Felipe en Nochebuena
Arrinconados en mesas de seis, uniformados por la mascarilla de Illa e interpretando el villancico mudo, hemos caído de bruces en la Nadidad. En estas fechas, beber equivale a vivir, cantar a gozar y brindar a sublimar. Tres tareas que pierden su sentido en solitario o con escasa compañía. El virulento virus se ha convertido en un implacable gendarme. Ordena y manda sobre nuestras alegrías, nos confina en la melancolía y nos inocula el miedo al presente y al futuro inmediato.
Cada vez que se muda, muta. Y convierte el planeta en una desquiciante permuta. Permutar hasta la locura toques de queda, confinamientos y cierres perimetrales. Abrir y cerrar ciudades, clausurar vuelos y exigir tests de antígenos cada veinte minutos.
Triste Nadidad, quizás a tono con el plúmbeo discurso de Felipe en Nochebuena. Sabedor de que su felipismo supera largamente al de Felipe González, el rey ya le ha leído el texto a Pedro Sánchez. El mensaje navideño no ha turbado la plácida cuarentena del presidente, según ha revelado la viceparatodo Carmen Calvo. Ni turbará la cena de Nochebuena de sus compatriotas. Mejor.