viernes. 19.04.2024

En la oscuridad, un grupo de adoradores semidesnudos se arrodilla, entre sahumerios y lámparas de grasa, frente a una pared en la que hay incrustados enormes cráneos de toro. Siendo un niño, vi esa ilustración en un libro, junto al texto: ”Çatal Höyük, la ciudad más antigua del mundo, recién descubierta”. 

Si la patria del alma es la infancia, su territorio está construido con la sustancia de los sueños. 

El sueño por conocer aquel santuario, y la ciudad perdida, fueron mi iniciación a la magia de lo remoto. Ese lugar tan lejano que solo está dentro de uno mismo. 

EMIGRAR A LA CIUDAD NO ES DE HOY

Nadie sabe cómo ni por qué, entre 8.000 y 10.000 personas decidieron, hace nueve milenios, olvidar sus genes de cazadores recolectores e inventar una nueva forma de convivencia para hacinarse en algo entonces sin nombre, a lo que hoy llamamos “ciudad”. Allí, en el Creciente Fértil, el Neolítico había comenzado, con las primeras aldeas de agricultores, 3.000 años antes. Pero su nivel de organización social no puede compararse de con el de una aglomeración de miles de personas. 

LA VIDA SIGUE IGUAL

En un villorrio de la Turquía profunda, una partida de agricultores, sentados en una terraza me fuerzan a unirme a ellos cuando les pregunto cómo llegar a la cercana ciudad prehistórica. No dejan de reír como si hubiesen tomado unas copas, pero solo beben rondas y rondas de té. Empezamos un diálogo surrealista, en el que  los errores de traducción de los teléfonos móviles provocan nuevas carcajadas. Después, me ponen delante –no me dejarán irme sin acabarlo– unas tiras crujientes de lahmacun, una fina capa de masa de pan cubierta con salsa vegetal y carne picada que, después de hornearse,  se come en un rollo. Recetas milenarias, seguramente ideadas por sus abuelos de Çatal Höyük. Como y río con ellos, mientras las chicharras atruenan la tarde de verano. 

Y es ese canto intemporal el que me catapulta fuera de la escena para comprender, en un relámpago de lucidez, que esta escena viene repitiéndose, prácticamente igual, desde hace más de nueve mil años. En lo esencial, nada ha cambiado.

Cuando consigo que me dejen marchar, recuerdo que no me han indicado el camino, ni me han dejado pagar una ronda. Turquía también debió ser siempre así, aunque no tuviese aún ese nombre.

¿REVOLUCIÓN O INVOLUCIÓN?

¿Qué sucedió en el Neolítico? La teoría clásica establecía que el cambio del clima y el descubrimiento de la agricultura permitieron sostener mayores grupos humanos, que desarrollaron culturas y técnicas cada vez más sofisticadas, hasta nuestros días. Pero una versión más crítica asegura que cultivar la tierra no fue un descubrimiento, sino el único remedio  para garantizar un alimento estable  a comunidades progresivamente más numerosas. 

La agricultura, opinan los expertos, trajo una revolución que cambió nuestra mentalidad, pero que se nos fue de las manos cuando los excedentes de grano permitieron mantener clases opulentas de nobles, gobernantes y clérigos, y armar ejércitos para conseguir más tierras, y así acumular más riquezas que permitieran conquistar nuevas tierras. Con su saldo de injusticias sociales y violencia institucional, lo que se inició con el Neolítico es, para algunos, un camino equivocado que deberíamos desandar, perfectamente expresado en el mito bíblico de la expulsión del paraíso, cuando el acceso a un conocimiento envenenado nos llevó a la pérdida de la inocencia y a la necesidad de trabajar. 

PEREGRINACIÓN

Perdido en algún lugar del océano de trigales de Anatolia central, entre acequias de riego y granjas polvorientas, lo que hoy queda de Çatal Hoyuk es una colina de arcilla, que fue elevándose lentamente durante sus 1.400 años de existencia urbana porque sus habitantes, cuando se cansaban de una casa, la derribaban y construían una nueva encima.

Al llegar al yacimiento, bajo del coche con esa extraña sensación de pisar un lugar imaginario pero largamente imaginado, y entiendo lo que es ser un peregrino. 

TODO ESTABA YA INVENTADO

“Afortunadamente, aquí casi no vienen turistas”, me dice Sue, una joven arqueóloga norteamericana, recién licenciada, que excava en la campaña de este año. La encuentro en un recuadro del enorme puzle de habitaciones que ha ido desvelando el vaciado de la colina, en una estructura tridimensional de 18 niveles superpuestos de casas de adobe.

Un salero o especiero con 8.000 años

Un salero o especiero con 8.000 años

Cansada de levantar capas milimétricas de tierra de una vivienda, Sue decide interrumpir su trabajo y acompañarme en la visita. “Aquí hay que ser terriblemente meticulosos, porque lo más ínfimo puede tener un valor incalculable. A veces, el molde en la tierra de un objeto desaparecido. O una urdimbre vegetal desecha, que eran los restos del tejido más antiguo conocido, con 8.000 años. Luego, te enseñaré el primer paisaje pintado que existe: una retícula representando la ciudad, junto al perfil de las montañas próximas y el humo de una erupción volcánica que hubo entonces. Mira, allí  apareció un espejo tallado en obsidiana. Y, en esas casas, descubrieron un salero fabricado en la cerámica más primitiva”.

ESE TORO ENAMORADO DE LA LUNA

Sue me guía hasta un edificio moderno que reproduce una de las viviendas. Las habitaciones, muy limpias y finamente encaladas, no tienen ventanas, y se accedía a ellas por escaleras desde la terraza. Pero la ciudad era como un apretado panal de viviendas, sin espacios comunes.  Era en las terrazas construidas sobre los techos donde se hacía la vida y el intercambio social, y por las que, al no existir calles, transitaban los viandantes.

Detalle de una vivienda

Detalle de una vivienda 

Al entrar en una habitación, me encuentro con el santuario de mi infancia, con sus cabezas de toro, modeladas en barro extendido sobre los cráneos.  Me embarga la irrealidad de que exista este lugar, y haber podido llegar hasta él. “Es solo una copia”, me dice Sue, consciente de mi deslumbramiento “pero aún así, impresiona ¿verdad? El símbolo del toro tiene una potencia enorme. Une la fecundidad femenina de la luna, representada por los cuernos, con la vitalidad masculina del cuerpo del animal.  No hay cultura en Asia ni Europa, a la que sea indiferente. Y de eso, en España, sabéis algo ¿no?”.

Santuario

Copia del Santuario 

EL MENGUANTE HOMBRE CIVILIZADO

Casi quince centímetros perdimos los humanos de altura media al sustituir la variada alimentación de los cazadores recolectores por la dieta de cereales que trajo la revolución agrícola. También cambiamos una vida basada en el ocio por el duro trabajo del campo. Y, encima, nos costó la salud: menor esperanza de vida, enfermedades degenerativas, mayor mortandad infantil, déficit de vitaminas, e incluso trastornos psiquiátricos, hasta entonces casi desconocidos. Son las mismas enfermedades que han ido compartiendo nuestros animales domésticos, forzados a nuestro cambio de alimentación: hoy, los perros  también tienen Alzheimer.

Solo recientemente, y gracias a la tecnología alimentaria, hemos recuperado la estatura. Y, aunque no sucede igual con la salud, la medicina al menos ha conseguido el milagro de mantenernos enfermos durante muchísimos años.

NO NECESITAMOS FUNERARIAS 

Las paredes que reproducen una vivienda contienen pinturas murales de hombres y animales, en las que parece inspirarse nuestro arte neolítico levantino. En otra habitación, un gráfico representa un cadáver sin cabeza,  devorado por grandes aves.  “Las costumbres funerarias eran verdaderamente originales”, me explica Sue. “Los muertos se enterraban debajo de los dormitorios, y parece que antes eran descarnados por exposición a los buitres, como aún se hace en algunas religiones de Asia. Y los cráneos de antepasados importantes tenían un trato especial: se les reconstruía la cara con arcilla y se utilizaban en rituales.

Detalle de las pinturas en las viviendas

Detalle de las pinturas en las viviendas

LA INSUPERABLE INSINUACIÓN DE UNA BUENA PEDRADA

“¿Había clases sociales?”, le pregunto. “Hay indicios, pero solamente al final”,  responde. “Pero en una convivencia tan estrecha, junto a animales domesticados, las infecciones estaban al orden del día. Con 700 cadáveres recuperados bajo las casas, hoy se sabe que uno de cada 10 dientes estaban cariados. Y una cuarta parte de los cráneos analizados muestra roturas y abolladuras producidas por objetos redondos, con seguridad, piedras, que casi siempre curaron. Pensamos que la intención no era matar a la víctima, pero el grado de violencia debía ser muy alto”.

“¿Por qué?”, pregunto.  “Quién sabe: las fricciones de una convivencia demasiado estrecha, luchas entre clanes o, lo más probable: la única manera de mantener la autoridad entre tantos miles de personas”.

ANTES MUERTOS QUE SENCILLOS

Me despido de Sue agradeciéndole su atención. Pero, al subir al coche, me vuelvo para una última pregunta: “¿Tú qué crees, Sue? ¿Nos equivocamos domesticando animales y plantas y hacinándonos en ciudades?”. La respuesta de Sue, no solo evidencia conocimiento, también una sabiduría inusual para su edad: “Como cazador recolector, si hubieras superado la infancia, que lo dudo, tú ya habrías muerto de viejo”, pronostica. “No lo mires como individuo, sino como especie, y verás un éxito sin precedentes”. Y continúa: “Creo que, sencillamente, no teníamos otra opción que dejarnos llevar por nuestra naturaleza que, me temo, será también la que, algún día, precipite nuestro final. Pero ¿De qué sirve especular?”.

IR TAN LEJOS PARA LLEGAR TAN CERCA

A veces, hay que viajar muy lejos para conseguir llegar hasta uno mismo. Conduzco de retorno, en busca de algún sitio para dormir, con la satisfacción de haber recuperado algo de la magia de la infancia. Ese lugar al que no se va, sino al que siempre se vuelve. Donde está lo que nos conmueve más hondamente: el amor, la belleza, el misterio. La verdadera patria.

 

 

Çatal Höyük: ¿A quién se le ocurrió la brillante idea de vivir en ciudades?
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