jueves. 28.03.2024

KATMANDÚ

Katmandú es uno de esos lugares a los que, los buscadores de Lo diferente, ya desean volver apenas sueltan el equipaje para abrir, de regreso, las puertas de sus casas.

Una lesión durante un trekking por Nepal me obligó, como si fuera un castigo, a retirarme y esperar allí, unos días, el retorno de mis compañeros. En Katmandú no abundan las grandes avenidas, ni los edificios sobrecogedores. Todo es pequeño, recogido, a escala humana. Días, al principio, de exasperación que, sin embargo, fueron dejando un poso oscuramente entrañable. Horas deambulando por calles laberínticas, saturadas de gentes extrañas, motos y bicicletas. Un caudaloso río humano, que fluye entre puestos de ofrendas florales para los templos, frutas, y pasteles, y se demora junto a los cientos de pequeños santuarios, pagodas y antiguas esculturas de dioses de todo lo imaginable, en los que nunca falta un homenaje de flores.

DIOSES DE TODO LO IMAGINABLE. EL ALTAR DEL DIOS DEL DOLOR DE MUELAS, LLENO DE MONEDAS. FOTO O.L.Dioses de todo lo imaginable. El altar del Dios del Dolor de Muelas, lleno de monedas | Foto: O.L.

Entre la modorra del aburrimiento y  la conciencia alterada por tanta sencilla religiosidad o, más probablemente, por la elevada contaminación, empezaba a pensar que, tras tantos kilómetros, había llegado, sin quererlo, a un lugar muy remoto de mí mismo.

KAREN

Conocí a Karen en el hall de mi guesthouse de Katmandú, durante la ociosidad de aquellos días de espera. Karen era una norteamericana con estilo y aún de buen ver que rondaría los 70 y, cuya presencia, completamente fuera de lugar en aquel hotel de mochileros, excitó mi curiosidad. “No te desesperes”, me dijo, cuando le hablé de mi obligatorio confinamiento en la ciudad, “Hay viajes extensos, pero también hay viajes profundos”.

Una tarde, que trataba de matar el tiempo vagabundeando por los templos y palacios reales de Durbar Square, la encontré sentada, sola, junto a la entrada del Palacio Real, bajo la estatua de Hanuman, el dios-mono.

EL PALACIO REAL, EN BLANCO, EN DURBAR SQUARE. FOTO O.L.El Palacio Real, en blanco, en Dubar Square | Foto: O.L.

KUMARI

“Voy a intentar ver a la kumari”, me dijo, “¿Quieres venir?”. “¿La kumari?”, pregunté.

Karen me explicó que, en Katmandú hay una niña-diosa, una encarnación de Taleju, la divinidad protectora de la etnia newari, que ocupa el valle en que se encuentra la ciudad. 

“La Kumari Devi es siempre una niña”, me dijo, “objeto de gran veneración, que vive en un palacio, del que solo sale durante el festival de Indra Jatra. Ese día, la pasean en una carroza dorada, en medio de las aclamaciones de la multitud”. 

LA KUMARI, PASEADA EN SU CARROZA DURANTE EL FESTIVAL DE INDRA JATRA. FOTO WIDIPEDIALa Kumari, paseada en su carroza durante el festival de Indra Jatra | Foto: Wikipedia

Habíamos llegado a un palacio custodiado por dos enormes leones de piedra blancos, y apuntalado con tablones desde el terremoto de 2015. 

Karen recuperó un momento el aliento, para luego continuar: “Cuando tiene su primera regla, o sufre una herida sangrante, Taleju la abandona, y debe ser reemplazada por otra niña, dando lugar a un procedimiento adivinatorio para encontrar a la nueva kumari que recuerda al del Dalai Lama”.

LA DIOSA TALEJU. FOTO O.L.La Diosa Taleju | Foto: O.L.

Entramos en el patio del palacio. En su interior, las ventanas de madera estaban labradas con la barroca orfebrería de la artesanía newari. “A esta hora de la tarde suele salir a la ventana para dejarse ver. Puede aparecer en cualquier momento”, me dijo. Turistas y locales se acercaban, y al poco se iban. Nosotros esperamos. Pero la kumari no se presentó.

TURISTAS ESPERANDO LA APARICION DE LA KUMARI EN SU PALACIO DE KUMARI GHAR. FOTO O.L.Turistas esperando la aparición de la Kumari en su Palacio de Kumari Ghar | Foto: O.L.

DIWALI

“Viví en esta calle, hace muchos años, y también en el mismo hotel en que estamos alojados”, me dijo Karen más tarde, mientras merendábamos en una pastry shop de Freak Street, la calle que los hippies habían tomado durante los años 60 y 70. Antes me había hablado de su reciente jubilación en una multinacional –supuse que en un alto cargo– y también como profesora de Economía en una universidad neoyorkina. Pero me intrigaba mucho más por qué había vivido aquí y, sobre todo, por qué había venido sola. 

Cuando salimos del café, ya de noche, las calles estaban engalanadas con bombillas de colores y en las entradas de las tiendas había ofrendas de arroz y flores iluminadas con velas. “Es el Diwali”, me dijo, “La fiesta del otoño. Todos ponen velas en puertas y ventanas para que Lakshmi, la diosa de la riqueza, que ama la luz, entre en ellas”.

ADORNOS EN LA CALLE POR EL DIWALI. FOTO O.L.Adornos en la calle por el Diwali | Foto: O.L.

“Mañana, a primera hora, iré caminando a Swayambhunath”, me dijo al despedirnos. “Si quieres, puedo enseñártelo”. 

SWAYAMBHUNATH 

“Fui muy feliz aquí”, decía, mientras caminábamos, muy temprano, entre mujeres que volvían de llevar sus ofrendas de arroz, flores y leche a los templos, trayéndose a casa una parte, bendecida, para ungir a sus hijos. 

“¿Qué te trajo a Katmandú?”, me atreví a preguntar. Pero ella no respondió.

Empezamos a subir las escaleras que llevan a lo alto de la colina, eludiendo los monos traviesos y ladrones, y los vendedores de amuletos tibetanos. En la cima plana, entre el aroma del incienso y el humo de las lámparas de mantequilla, sorteamos pequeñas stupas, diosecillos ennegrecidos por el humo y figuras tántricas. En el centro, la enorme stupa blanca, coronada por los omniscientes ojos del Buda, multiplicaba la cruda luz de otoño, dotando el lugar de una luminosidad ultraterrena. 

LA GRAN STUPA DE SWAYAMBUNATHLa Gran Stupa de Swayambhunath

MAGIC BUS

“Te diré cómo llegué aquí”, le escuché por fin, mientras observábamos Katmandú desde lo alto. “En 1967, mis padres accedieron a que fuese a completar mis estudios de Economía en París. Yo tenía 21 años ¿Sabes lo que pasó allí en mayo del 68? Bien, pues podrás comprender que nunca finalicé aquel curso. Mi mentalidad de niña bien norteamericana dio un vuelco. Me involucré completamente en el ambiente revolucionario. Íbamos a cambiar el mundo, y yo no podía pasar de largo ¿comprendes? Una ilusión increíble. Pero mayo del 68 se desinfló como había empezado, y todo volvió a la normalidad. En aquel ambiente de trotskistas, pro chinos y soviéticos, anarquistas y seguidores del Ché, se vivía una fiebre revolucionaria sin salida, que desembocaría en los terroristas de Baader-Meinhoff y las Brigadas Rojas, en el movimiento ecologista y en los políticos y brokers que están destrozando el mundo. En aquella encrucijada, encontré una salida: la revolución debía empezar dentro de cada uno. Me apunté a uno de aquellos Magic Bus que, desde Londres, nos llevaría a Katmandú pasando por Turquía, Irán,  Afganistán y la India…

BOUDHANATH

Karen quería comer en un restaurante de Boudhanath que había frecuentado en su juventud, y caminamos hacia allí.

“Entonces, Katmandú estaba lleno de jóvenes europeos, llenos de ilusiones. No te imaginas qué ambiente”, me dijo.

“¿Eras una hippie?”.

“Olvida las etiquetas. Claro que había folklóricos, y muchos que solo querían droga y diversión. Pero también gente comprometida con una búsqueda sincera”.

El restaurante ya no existía, así que nos sentamos en otro, en una terraza elevada. Desde allí, observamos a los refugiados tibetanos dando vueltas a la enorme stupa, entre nubes de incienso, mientras rezaban y giraban los molinillos de oración. 

LA ESTUPA DE BOUDANATH, SIEMPRE RODEADA POR DEVOTOS TIBETANOS. FOTO O.L.La estupa de Boudhanath, siempre rodeada por devotos tibetanos | Foto: O.L.  

“Todo es igual y a la vez tan distinto…”, dijo, en un suspiro.

“¿Qué quieres decir?”.

“¿Has experimentado la contradicción de reconocer un lugar a la vez que sientes cómo ése no es el lugar que conocías?”. 

Desde allí, seguí a Karen hasta Kumari Ghar, el palacio de la niña-diosa. Esperamos un par de horas, pero no apareció. Karen parecía abatida. “Necesito estar sola”, me dijo. “Por favor, no te molestes, pero ¿podrías dejarme…?

PASHUPATINATH

Conocí Pashupatinath gracias a que, temprano, Karen llamó a mi puerta. “¿Me acompañas?”, me dijo. “Estar contigo me tranquiliza. No quiero derrumbarme”.

Pasado el recinto del templo, vimos varias piras funerarias en activo, y una fila de cadáveres esperando la cremación y posterior vertido a las sucias aguas del río Basmati. En la ladera opuesta se sucedían templos y pequeñas ermitas de piedra para el retiro de los ascetas.

CREMACIONES EN PASHUPATINATH. FOTO O.L.Cremaciones en  Pashupatinath | Foto: O.L.

“Aquí conocí a Klaus”, me dijo Karen, mientras nos envolvía el acre olor, disimulado con aromas, de la carne humada quemada. “Había venido desde Alemania, como yo, buscando algo que no tenía nombre y, quizá ni existiera. Entonces era un sadhu, desnudo y embadurnado con cenizas de los muertos, siempre detrás de su maestro. Pero, a los pocos días, lo abandonó todo y se vino conmigo. No he conocido a nadie con un alma tan pura. El año que pasamos juntos en Katmandú fue el más feliz de mi vida”.

“¿Y de qué vivíais?”, pregunté.

“Klaus se buscaba pequeños trabajos. A mí me mandaban dinero de casa. Pero mi familia creía que aquí estaba desperdiciando mi juventud, y las relaciones con mis padres iban muy mal”, me respondió, mientras volvíamos a Katmandú. Pasamos de nuevo por el Kumari Ghar, a la que, esta vez, tampoco pudimos ver. Karen me pidió de nuevo que la dejase sola.

NEW YORK

Durante el día siguiente no supe nada de Karen. Por la tarde, me acerqué a Durbar Square, y vagué entre los templos y palacios con tejados en forma de pagoda. Un diseño, me había explicado ella, que creado por los newari, había triunfado en China, para luego extenderse a todo el este de Asia. La encontré sentada en el suelo, en el patio del Kumari Ghar. Parecía desolada.

LA PAGODA NACIÓ EN NEPAL PARA EXTENDERSE POR TODA CHINA Y LLEGAR HASTA JAPÓN. FOTO O.L.La pagoda nació en Nepal para extenderse por toda China y llegar hasta Japón | Foto: O.L.

“Ven, vamos a tomar un café”, le dije.

“Perdona, pero se me está derrumbado medio siglo de mi vida, como un edificio que se te viene encima”, confesó, al borde del llanto. Cuando nos sentamos en una casa de té, ya se encontraba mejor. Después de un silencio, sin motivo aparente, empezó a hablar:

“Un día, me encontré a mi padre en el hall de mi hotel. Me dijo que si no lo acompañaba de regreso a casa, no volvería a saber de mi familia ni a recibir dinero. Entonces, tuve miedo. Tras pasar el día discutiendo, acordamos que me quedaría en América medio año, y luego sería libre para decidir. Pero, cuando terminé mis estudios, ya tenía una buena oferta de trabajo. Y así, me fui involucrando en mi carrera profesional, y postergando mi retorno. Con el tiempo, las cartas con Klaus se fueron distanciando. Lo último que supe de él es que se quedaba en Nepal. Había vuelto con su maestro, y se iba a retirar a una cueva del Himalaya”.

Mientras, un ejecutivo de Wall Street, animado secretamente por mi padre, me andaba cortejando, y terminé por ceder. American-way-of-life: apenas tuvimos tiempo de tener dos hijos antes de divorciarnos”. El resto, hasta hoy, fue trabajar y trabajar, ganar dinero y estrés, disfrutar de saberte valorada, y sacar a mis hijos adelante”.

EL FANTASMA DE DURBAR SQUARE

Se hacía la hora de cenar, y fuimos caminando hasta el barrio de Thamel. Allí, nos diluimos en la riada de montañeros, turistas y locales, en ese ritual de la disipación que facilitan las multitudes, los escaparates y las luces de colores. Pensé que aquello la entretendría. Pero me equivocaba.

“Una noche”, continuó de pronto, “Klaus soñó que la kumari tenía algo que decirle, y aquello se convirtió en una obsesión. No paró hasta conseguir una audiencia con ella. Las kumaris son en realidad sibilas, el último eslabón de una tradición milenaria de adivinación por medio de  niños. Siendo diosas, no deben hablar, y sus gestos se interpretan como augurios. La Devi nos impuso la tika en la frente, algo completamente inusual. Al día siguiente, un criado del palacio se presentó para decirnos que Klaus alcanzaría la mokhsa, la liberación, en esta vida. Desde entonces, pasábamos todos los días a verla. Ella solo nos miraba, pero sentíamos que nos reconocía, y que, oscuramente, nos protegía”.

UNA KUMARI. FOTO WIKIPEDIAUna Kumari | Foto: Wikipedia

Durante la cena, apenas cruzamos palabras. “¿Puedes entenderme ahora?”, me dijo, con una mirada que cortaba como un cuchillo. “En esos momentos en que los fuegos de artificio se apagan, y te quedas sola y a oscuras… yo me aferraba a la fantasía de que no estaba malgastando mi vida, de que siempre me quedaba este lugar, al que algún día terminaría por volver. Incluso quién sabe, quizá… Cómo podemos llegar a engañarnos para seguir adelante…”.

Caminamos hasta el hotel por las calles, ya desiertas y oscuras. Al despedirnos, en el hall, Karen se volvió: “No me gustan las despedidas, así que no te he dicho nada. Mañana vuelvo a casa”, y me dio un abrazo. “Ha sido una suerte conocerte”, continuó. “No sabes cuánto me has ayudado”.

“Nunca debiste volver ¿Por qué lo hiciste?”. 

“Hace un mes, contacté con una persona que vino aquí el año pasado. Estuvo unos días en un ashram, bajo la dirección de un gurú occidental. Mi contacto me dijo que el gurú se llamaba Klaus. Y éste, le contó que, hacía muchos años, había tenido una pareja norteamericana. Y que estaba muy enfermo. Él mismo pensaba que no pasaría del invierno. Por supuesto que, cuando vine, lo primero que hice fue buscar el ashram. Estaba cerrado y abandonado”. 

NOSTALGIA

La historia de Karen no me dejó dormir en toda la noche. Cuando me levanté, ella ya había abandonado el hotel. Aquella mañana llegaban mis compañeros de trekking, pero no les esperé. Fui directo a Durbar Square, y me presenté, no sin ansiedad, en el patio del Kumari Ghar. A los pocos minutos, una niña enteramente vestida de rojo y profusamente maquillada, se asomó a la ventana. Fue solo un instante, pero, aunque apenas tendría seis años, quise presentir en ella la sombra de esa intensidad terrible de Durga y Kali, con las que Taleju está emparentada.

Calculé que Karen estaría aún esperando en el aeropuerto, y le envié un mensaje para decirle que, al fin, la kumari había aparecido.

“Felicidades”, respondió en el acto. “Es un mensaje para ti, sobre cuyo sentido debes indagar. El mío quedó muy claro. Un abrazo y hasta siempre”. 

Volví hacia el hotel, al encuentro con mis compañeros de trekking. Caminaba irritado, anticipándome a su relato de las experiencias que me habría perdido, cuando volvió a mi mente el consejo de Karen: “Hay viajes extensos, y hay viajes profundos”.

Partiríamos al día siguiente, así que relajé el paso para disfrutar del pacífico caos que giraba a mi alrededor. Yo también empezaba ya añorar lo que me había dado esa ciudad, aún antes de haberme despedido de ella.

EL DULCE CAOS DE THAMEL. FOTO O.L.El dulce caos de Thamel | Foto: O.L.


 

Nostalgia de Katmandú
Comentarios